Wednesday, January 16, 2008

ANCLAS VARADAS


Anclas varadas
de un tiempo pasado
sumidas, ahora, amontonadas,
en la quietud de la playa.
Recogidas entre restos
de los barcos que atracabais
en recónditos puertos
del Mediterráneo.
Anclas varadas
que en su tiempo
manejaron marineros, pescadores, navegantes
yacéis abrazadas, herrumbradas
dejando pasar el tiempo,
dejando posar la vista
de quien os miramos, admirados.
Anclas varadas
que habéis resistido al tiempo
de la mano de los hombres,
hombres que ya olvidados
partieron para otros mundos,
los mismos que os fundieron
para surcar muchos mares.
Anclas varadas
monstruos, máquinas conjuntadas
en formación perfecta,
cual soldados de hierro
que bajo el sol de las mañanas
y los golpes del mar embravecido
vencéis día a día al mundo.
Anclas varadas
que mordisteis los fondos arenosos,
arañasteis los roquedales más profundas,
presumisteis de fuertes cadenas
sujetasteis las naves contra viento y la marea,
merecéis ahora el descanso, adormecidas,
en la majestad de lo eterno.
Anclas varadas
admiré vuestra paz, envidioso,
vuestra quieta y fraternal compañía
al tiempo que me alejaba,
reflexionando sobre mi efímera vida.
Anclas varadas,
vosotras,
seguiréis acariciadas por la brisa del mar
volveréis a ver el sol,
mientras,
mi paso será olvidado.
Asturquín

Tuesday, January 15, 2008

EPISODIOS PERSONALES

De vivencias paracaidistas, aún percibo el olor de carburante quemado que salía detrás de los motores de hélices en el momento del arranque, en las pistas de despegue del aeropuerto de Alcantarilla, de los “Junkers”, dispuestos en línea y abiertas su puerta lateral de transporte, esperando la llegada de los paracaidistas. Aquello era todo un ritual, que se repetía cada mañana, al área de embarque llegaba los paracaídas, de la sala de plegados y eran dispuestos en filas, el principal debajo y el de emergencia encima. A la hora previstas entrábamos en contacto con ellos, acoplándolos al cuerpo, antes había tenido especial cuidado en colocar la parte baja de las perneras del pantalón por encima de los cordones de las botas, a fin de preservar cualquier enganche en el salto. Tomaba el paracaídas principal y me lo echaba literalmente a la espalda para luego ajustar los tirantes, tanto de hombros como de piernas, el no hacerlo suponía algún contratiempo para mis atributos masculinos, a la hora de la apertura en el aire. Después, tomando del suelo el de emergencia, lo enganchaba a los tirantes del principal por la parte delantera, acariciando de paso la anilla lateral derecha, como si quisiera amaestrarla en caso de tener que hacer uso de ella. Finalmente me colocaba el casco, que ajustaba cuidadosamente apretando el barboquejo, procurando que se moviera lo menos posible. Eso era toda. Ahora había que esperar al mando de la patrulla, encargado de revisar la correcta colocación del equipo, la correcta colocación de la navaja de salto en la muñeca y que extraía el mosquetón de enganche y una parte de la cinta de extracción del paracaídas principal y te lo entregaba, por encima del hombro, en la mano derecha, al mismo tiempo que te daba un toque cariñoso en la parte superior del casco en señal de confirmación de que todo estaba correcto. Con el acostumbrado ruido de fondo de los motores nos acercábamos, en fila, con un paso corto a la formación de los aviones, era el momento de la reflexión, mientras, de vez en cuando, acariciaba la anilla lateral de emergencia, en la cual ponía toda la esperanza, caso de que algo fuera mal. En el trayecto solía sacar un pañuelo de seda especial verde, regalo de mi mujer y que llevaba para estas ocasiones en el bolsillo lateral derecho. El olor a carburante, el ruido del motor lateral derecho y el viento que lanzaba la hélice, acompañaban la subida al avión por la pequeña escalerilla metálica de acceso. Ya dentro, sentado en uno de los asientos laterales, esperábamos el despegue. El avión comenzó a rodar hasta la cabecera de pista, mientras por la ventanilla observaba el fuselaje de las anchas y largas alas, que se movían verticalmente por las pequeñas vibraciones que producían la marcha de los motores y que daba la sensación que se iban a desprender de un momento a otro. El aparato quedó quieto por unos instantes al tiempo que los motores aceleraban, para de inmediato emprender la carrera hacia arriba, mientras la pista se iba separando de mi mirada. En el interior, un cable acerado que corría longitudinalmente por el techo, era comprobado por el jefe de la patrulla, por medio de unos cuantos tirones verticales con sus manos y que había de dirigir el salto. Encima de la puerta de salida dos pilotos, uno rojo y uno verde, señalaban el momento de iniciar el movimiento de los paracaidistas. Durante el tiempo de espera, lo empleaba para quitarme las gafas meterlas en el estuche y colocarlas en el bolsillo lateral izquierdo del pantalón, después comprobaba de nuevo la colocación de la navaja y acariciaba una y otra vez la anilla extractora del paracaídas de pecho. Unos a otros nos mirábamos en silencio, al tiempo que hacíamos movimientos con la barbilla asegurándonos que el casco estaba en posición correcta o simplemente para matar las neuronas que se revelaban, por el lance a las que las estabamos sometiendo. De repente un ruido estridente y seco salía de una chicharra metálica, al tiempo que se encendía el piloto rojo, era la hora de levantarse del asiento, colocarnos unos detrás de otros en fila, de cara a la cabina de los pilotos, al tiempo que enganchábamos el mosquetón en el cable estático. Era la hora de la verdad, de mis “Padrenuestros” aquellos eran los más devotamente rezados. El jefe salto, dispuesto en la salida, después de revisar que el mosquetón estaba perfectamente enganchado, al cable estático, y colocado el pasador de seguridad para que no hubiese ninguna posibilidad de que se soltase, en el momento de la apertura. Quedaban pocos segundos, la espera se hacía interminable, queríamos salir cuantos antes, se enciende el piloto verde. ¡Salta! ¡Salta! ¡Salta!, gritaba el jefe de salto en la puerta, al tiempo que daba una palmada en la espalda, era un movimiento controlado, al mismo tiempo frenético y nervioso. Un salto hacia fuera, al tiempo que lanzaba los dos brazos hacia delante, como tratando de zambullirme en un mar de aire, me hizo descender vertiginosamente durante dos o tres segundos, sentí entonces, una fuerza que retenía la caída y mis piernas se balancearon, como si fuera un muñeco de trapo; comprendí que el paracaídas se había abierto. Debajo de mis pies la campana de uno de mis compañeros, estaba a escasos centímetros, no podría evitarla. Traté de flexionar las piernas, la válvula de escape, en el centro de la campana, me parecía gigantesca, no podía dejar que alguno de mis botas se introdujera en ella, al tiempo que le gritaba, ¡Húndete! ¡Húndete! Si aquello sucedía estabamos perdidos los dos, se enrollarían las telas y las consecuencias podían ser fatales. Afortunadamente, en el último momento, logré que mis glúteos se posaran sobre su seda y mis botas no la tocaran, levantando las piernas, al mismo tiempo que jalaba con mis manos hacia delante en un intento desesperado por alcanzar el borde de ataque y caer de nuevo al vacío con mi paracaídas, ya vaciándose de aire. Estabamos de nuevo volando los dos. La caída fue perfecta, miré al cielo y balbuceé agradecidamente: Gracias Señor. FIN

Tuesday, January 08, 2008



COMPAÑÍA LENENSE ASTURIANA

Por Asturquín)

DATOS PARA LA HISTORIA DE POLA DE LENA

A mediados del siglo XIX, aparecen en Pola de Lena nuevas actividades laborales que van a transformar el Concejo y la vida de sus vecinos, principalmente por el establecimiento de la Compañía Lenense Asturiana, con una fabrica de acero, la fundición de hierros en Villallana y las primeras explotaciones mineras de carbón.
Con fecha de 12 de mayo de 1853, eran nueve los dueños de la Compañía: D. Fabián Jacquet. D. Antonio Alonso de Tejada. D. Mariano de Artega. Dª Margarita de Arteaga, D. Francisco Javier Albert. D. Juan Francisco Villarroya y D. Tomás Castellano, consorcios. D. Cristián Lemmé. D. Luis Carayón. D. Juan Carlos Benjamín Paillete.
Es a partir de este momento, cuando pasa a poder de D. Fernando Muñoz, el Duque de Riánsares y Montmorot, todos los bienes muebles e inmuebles, minas de carbón y de hierro, de la Compañía Lenense Asturiana, después de un primer intento de venta por los antiguos propietarios a un vecino de París, D. Luis Gosse, que no cumplió con los plazos previstos para el pago de las cantidades estipuladas.
Las instalaciones y dependencias que en esta época comprendía la Compañía eran las siguientes. La fábrica, establecida en el sitio de La Barzana, en la parroquia de Villallana, allí se encontraba la casa del director, rodeada de jardines; una carpintería y las dependencias de los operarios, ente ellos el jefe de contabilidad y el contramaestre, así como un almacén. En el edificio de la fábrica se trabajaba con cinco martinetes movidos a vapor, una máquina de aire, también movida por vapor, así como fraguas, hornos de cimentación y demás máquinas destinadas a la fabricación del acero.
Todas estas dependencias fueron fundadas “sobre terrenos de que se dio posesión a la Compañía en virtud de concesión de propiedad y adjudicación hecha en trece de Noviembre de mil ochocientos cuarenta y nueve” hecha por el Jefe político de la provincia de Oviedo por un valor de 238.854, 80. Reales de vellón, que correspondía a los edificios y solares y otros 320.000 R. de vellón, por la maquinaria y las herramientas.
Además la Compañía poseía una caída de agua preparada, de más de cuarenta varas, con la balsa correspondiente, para en ella construir una turbina, que había sido propiedad del Vizconde del Cerro, de las Palmas, valorada en 1846, en 2.026. Reales de vellón.
Formaban parte de la Compañía, las minas de carbón de piedra:
Estrepitosa, Terrible, Unión y Demasía, Confianza, Fabiana, Santa María del Toral, situadas en los términos de Villallana, S. Feliz, Carabanzo y Lena, del Concejo de Pola de Lena.
Olvidada, Examen, Paz, Manola, Trinidad, Mariana, Elvira, Túnel, Cándida, Feliciana, Pepina, Buenafé, Baltasara, Covadonga, Formidable, Escribana Riquela. que estaban radicadas en las parroquias de Mieres, Lada, Villabazal y Cogofal y valoradas estas concesiones de extracción de carbón en 1.422.222 Reales de vellón.
El mineral de hierro era extraído de las siguientes y que se denominaban:
Venera, Francisca, Bartolomea, Vizarrera, Lucila, Hermosa, Magnífica, Asturiana tercera, Tomasa, Alfreda, Carlota, Ynés, Augusta, Almagrera primera, Almagrera segunda, Dolores, que estaban situadas en las cercanías de la Pola de Lena, de Telledo, de San Miguel del Río, Tuysa, Timonales y Villafeliz. Su valor era de 200.000 Reales de vellón.
La totalidad de los terrenos, árboles y servidumbres que poseía la Compañía en aquel año de 1849, fueron adquiridos por los primeros propietarios, por medio de 24 escrituras, a partir de1846. Los vendedores de aquellos terrenos eran: Rosalía Palacios, casada con Lázaro Palacios, vecina de Villallana. María Hevia, viuda y vecina de Villallana. Rosalía Cienfuegos, casada con Fernando Suárez, vecinos de la Hijuela de S. Féliz. Rosalía Fernández, casada con Lázaro González Palacios, vecinos de Villallana. Francisca Miranda casada con Juan González Palacios, de Villallana. José Álvarez de Villallana. Rodrigo Valdés Miranda, vecino de Sotiello. Bernardo García de Villallana. D. Francisco Llanos y Queipo, vecino de la casa de Fresnedo. Francisco Argüelles vecino de Villallana. D. Antonio Cienfuegos, vecino del lugar de Carabanza. D. Benito Sampil, vecino de Villarejo y administrador del Vizconde del Cerro. Felipe Muñoz, vecino de Frecha. D. Martín Bernardo Estrada, vecino de Mieres. Juan Blanco, vecino de Mieres. D. Matías Faez, vecino de Carabanzo. En 1854 se adquirieron los últimos terrenos, antes de pasar a manos de Fernando Muñoz.
El primero de noviembre de1857, el Duque de Riánsares ofreció a D. Fabián Jacquet, y sus representados comprarles la Compañía Lenense Asturiana por valor de 600.000 francos, que fue aceptada el 12 del mismo mes.
A partir de ese momento la administración de la Compañía, en nombre del Duque, sería dirigida primero por el Sr. Fontet y posteriormente por el Sr. Paillete, miembro de la principal familia de antiguos propietarios. El cambio de Director, cuando este último se separó de la Compañía, supuso para el Duque de Riánsares más de un quebradero de cabeza, al ser relevado por el Sr. Aurre, con el que las minas de carbón entraron en una fase de pérdidas y descontrol que no estaba dispuesto a admitir, por lo que nombró a D. Joaquín Fontán, para que en su nombre, recogiese “inmediatamente de manos de quien las detuviere, todas las minas de carbón de piedra [..] con los edificios, caminos de hierro, almacenes y terrenos y demás dependencias de las citadas minas [..] para que exija cuentas de la persona que indebidamente administró las minas, desde el día en que se separó de Asturias el Señor D. Andrés de Paillete [..] para que renueve los empleados, dependientes y obreros que actualmente se hallen ocupados por cuenta de la administración cesante, si no le parece útil su conservación, reemplazándolos en todo o en parte, a su voluntad”
Fernando Muñoz daría plenos poderes al Sr. Fontán, para que administrara la Compañía en su nombre, puesto que él residía en París, en compañía de su esposa la reina María Cristina y sus hijos.
Fuente: Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Tomo:32.017.