LA SALA DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA
Durante el tiempo que estuve en el Museo del Ejército, no era extraño, debido a mi destino en el Área de Coordinación, pasar de un extremo a otro del edificio, dejándome llevar por el característico ruido, que algunas de las viejas y medio sueltas losetas de la tercera planta producían a mi paso, del áurea que rodeaba aquel ambiente, entre piezas históricas de todo tipo que siempre llamaban mi atención. Aún llegué a incorporarme al destino cuando el antiguo Museo romántico de la calle Méndez Núñez nº 1, conservaba todas sus salas intactas, según la habían vistos con pocas modificaciones varias generaciones.
Ahora ya fuera de él, conservando en mi retina y en mi ánimo la visión y el influjo de aquel lugar, evoco aquellas postreras jornadas de mi vida militar, recordando la emoción que siempre me causaba atravesar aquellos espacios y de una manera especial, la Sala de la Guerra de la Independencia.
Allí flanqueados por columnas permanecían las urnas funerarias que albergaron lo gloriosos restos de Daoíz y Velarde, encima de sendos catafalcos, trabajados por ebanistas en 1840, en ocasión de su traslado desde la iglesia de San Isidro, hasta le lugar donde se había levantado un obelisco en la plaza de la Lealtad de Madrid.
Su presencia proyectaba hacia el cielo de la Sala, orlado de antiguos escudos heráldicos de las naciones hermanas de Sudamérica, los ecos de aquel dos de mayo de 1808, cuando los franceses invasores pretendieron sacar de España y del Palacio Real a los infantes Antonio Pascual y Francisco de Paula, los últimos que quedaban de la familia real. Las protestas de los madrileños, que de manera instintiva decidieron impedirlo, abordando el carruaje, el relinchar de los caballos encabritados y el llanto disgustado del pequeño Francisco. Las voces ¿Qué se van! ¡Que se los llevan! y el griterío de las gentes que acudían a las puertas del Palacio, en apoyo de sus vecinos.
El color oscurecido de la pintura de las paredes, semejaban una pátina del humo de los cañones de Murat disparando contra el pueblo de Madrid, unido a los primeros gritos de dolor y de sorpresa ante tamaña reacción, el quejido de los heridos y la explosión de rabia de un pueblo que de forma unánime, decidió hacer frente a los disparos de los soldados del ejército napoleónico. Mis pasos reproducían en mi mente las carreras desesperadas hacia la plaza Mayor, en un intento de salvar sus vidas del fuego, al mismo tiempo que gritaban pidiendo armas para combatir la afrenta, mientras otros lanzaban contra los invasores, desde ventanas y balcones, los objetos mas dispares que encontraba en sus hogares.
Las baldosas ennegrecidas de la Sala, reflejaban la sangre derramada de los españoles en sus propias casas, cuando las represalias francesas derribaban sus puertas. Sus desconchados, las huellas de las balas enemigas, después de atravesar los cuerpos acurrucados de mujeres, niños y ancianos.
El estruendo de los cañones franceses enardeciendo los ánimos en la Puerta del Sol y los gritos de rebeldía aunando voluntades dirigiéndose al Palacio, blandiendo toda clase de utensilios de lucha, pues todo valía: palos, bastones, sables, navajas, picas y hachas.
Entre las cuatro paredes del circunstancial mausoleo, resonaban las palabras de Velarde, y su particular y gloriosa aventura: la llegada precipitada a la Junta Superior Económica de Artillería, con el semblante descompuesto, ojos inquietos y brillantes y el semblante encendido, “Hay que batirse. Es fuerza morir. Es preciso batirnos. Es preciso morir”. La llegada de su jefe el comandante Navarro Falcón oyéndole decir: “Mi comandante, vamos a batirnos con los franceses”. Su arrogancia, apartando con desdén la orden que su jefe le dejaba trasmitida por el Gobernador Vera, y su reacción levantándose de la mesa, clavando su mirada al mismo tiempo que exclamaba con rabia: “Si; a batirnos. A batirnos. A batirnos y a morir”.
Las descargas de fusilería, se dejaban oír en las calles aledañas, gentes gritando, cacos de caballos y otra vez la reacción furiosa de un hombre valiente, Velarde exclamaba de nuevo “A morir. A vengar a España”, y su decidida precipitación por las escaleras para coger el fusil, a uno de los ordenanzas. La reacción y vítores entusiastas le acompañaban y ya en la calle, se le unió el pelotón que mandaba Andrés Rovira.
Velarde llegaba a las puertas del Parque de Artillería que se encontraba cerrado, acompañado del delirio que su presencia produjo entre las gentes que se encontraba en sus alrededores. Inmediatamente abrieron las puertas
Las autoritarias palabras de Velarde dirigiéndose al capitán que mandaba las tropas francesas que se encontraban dentro del Parque “Esta usted perdido, si no se oculta con su gente. Entreguen las armas, pues el pueblo va a forzar la entrada y no respondemos, de que sea usted atropellado”, surgieron efecto y aunque el oficial francés mantuvo una inicial, las reiteradas de Velarde diciéndole “No provoque usted la ira del pueblo, ni de lugar a que lo que puede hacer de buen grado haya que ejecutarlo por la fuerza. El tiempo es precioso y urge. Rinda usted las armas sin perder un solo momento”, apoyadas por el clamor procedente de la calle, terminaron por convencerle.
Los pasos reflexivos del capitán Daoíz, después de conversar con Velarde sobre la determinación tomada por éste último, se adivinaban en rededor de los catafalcos de aquella Sala, tratando de reproducir su pequeño paseo por el patio del Parque, mientras era observado en silencio y el ruido ensordecedor del pueblo servía de fondo a la escena.
Y de pronto se detuvo, sacó la espada de su vaina y dirigiéndose a sus compañeros artilleros exclamó: “Las armas al pueblo. ¿No son nuestros hermanos?”. Velarde le abrazó, desenvainando los demás sus sables. Aún se podían oír el chirrido de las puertas al abrirse y los pasos de las gentes que precipitadamente corrían a coger las armas que habían requisado a las tropas francesas del Parque ahora encerradas en los calabozos, desapareciendo muchos por las calles en busca del francés, otros fueron retenidos por Velarde, organizándolas en escuadras y distribuyéndolas por los balcones de los pisos superiores, disponiéndoles a la defensa.
Se oían las órdenes del capitán Daoíz para colocar tres cañones de a ocho en el patio, otros cuatro para cubrir las cuatro bocacalles y otros dos que quiso mantener de reserva en la entrada principal.
Y me embarga la emoción por momentos evocando a Daoíz proclamando al reunir en el patio a oficiales y artilleros la independencia y libertad de España y la decidida voluntad de quemar hasta el último cartucho en defensa de sus ideales y en particular la del teniente Ruiz, que blandiendo su espada juraba morir con sus compañeros en aras de la libertad de la Patria.
Los ecos de los golpes de las hachas de los gastadores de un batallón francés intentando romper las puertas, parecían aún retumbar en la Sala y los disparos de las gentes que desde las casas trataban de impedirlo.
Y también la voz enérgica y furiosa de Daoíz, que al frente de los cañones gritaba “¡Viva España! ¡Viva Fernando VII! ¡Mueran los franceses!”, viendo, que la columna enemiga trataba de abrirse paso hacia el interior del depósito, obligando con sus disparos a que huyera aquel batallón Westfalia, a la vez que los vecinos de Madrid, exclamaban esperanzados: “Victoria. Victoria para nosotros”, “Mueran los gabachos”.
Todos ayudaron, los de dentro y los de fuera del Parque a sacar los cañones y emplazarlos en medio de las calles que daban al mismo, al tiempo que por la de San Bernardo aparecían otras fuerzas enemigas, y de nuevo el eco de Daoíz parecía flotar en el ambiente: “Muchachos, no nos precipitemos, dejadlos que se aproximen y así los escarmentaremos mejor”. Los disparos de fusil se entrecruzaban y se esperaba el ataque decisivo de los franceses al Parque.
El teniente Ruíz recibe un primer disparo que le produjo una herida en un brazo, pero después de ser vendado por Pacheco, un guardia de Corps, volvió a ocupar su puesto al frente de los cañones que se le habían confiado, al tiempo que hasta nosotros llega en la Sala su eco: “¡fuego artilleros!”. De inmediato el zumbido de uno de los proyectiles franceses rasga el aire, se dirige hacia el noble soldado, cayendo herido gravemente, siendo recogido por sus compañeros y trasladado a la sala de oficiales, donde se encontraban otros heridos franceses.
Y siguen sonando los ecos, profanando la sala, ahora son franceses, de tambores y trompetas que anunciaban un nuevo ataque en distintas direcciones: “¡Vive l´Empereur!”. Truenos de cañones enemigos, y de nuevo el humo oscureciendo las paredes, al tiempo que las calles se sembraban de cadáveres, mientras el heroísmo de la inmortal Clara del Rey derramaba su sangre combatiendo en ayuda de los heroicos artilleros, al lado de su marido Manuel González Blanco, y sus hijos, Juan, Ceferino y Estanislao de 19,17 y15 años de edad, respectivamente, y Manuela Malasaña, que con tan sólo 17 años, proveía de cartuchos a los combatientes españoles.
Por eso fueron rechazados, una y otra vez, y de nuevo el eco en la Sala del francés: “¡En avant! ¡En avant!”, pronunciadas por el coronel Montholon al mando de la columna en ataque, parecía flotar en el ambiente junto al triunfo definitivo con la toma del Parque. La presencia del capitán Álvarez, que portaba una banderola blanca y corría hacia el Parque, hizo que Daoíz con un toque de corneta, suspendiera el fuego, mientras Velarde proponía al francés, que cesara el combate, caso contrario se reanudaría la defensa.
Montholon se adelantó con tres de sus oficiales, una vez cesado el fuego, con el fin de informarse de la orden que traía el capitán Álvarez del Gobierno, que no era otra que comunicar a los defensores del Parque de la locura que estaban cometiendo con su actitud. En esto estaban los interlocutores cuando uno de los defensores, Mosquera, dio un empujón a uno de los oficiales franceses que habían acompañado a Montholon, derribándole al suelo y cayendo de espaldas, al mismo tiempo que aún el eco de la sala de la Independencia dejaba oír por boca de Mosquera: “Viva Fernando VII”, y el de una bala rasa que disparada por uno de los artilleros, produjo varias bajas entre las filas francesas, huyendo el resto despavoridos y su comandante y oficiales hechos prisioneros por Daoíz.
Creía escuchar los lamentos franceses por las sucesivas derrotas que sufrían sus tropas ante las puertas del Parque y las severas recomendaciones que le hacía el Duque de Berg a su general Lagrange si no conseguía de una vez por todas “el exterminio de los insurrectos”, para seguidamente volver a evocar los ecos de los cañones franceses contra las defensas españolas, ya francamente extenuadas después de más de tres horas de encarnizada lucha y el paso de las botas gabachas formando ahora un sitio que había de ser definitivo.
Intuía la desesperación por la que estaban pasando nuestros héroes, ante la falta de munición y ante la vista de lo que se les venía encima. Una fuerza, de más de dos mil hombres avanzaba al son del redoble de los tambores, que sin embargo no les amedrentó. Sus cañones vomitaban la metralla que iba escaseando hasta el punto que llegaron a utilizar las piedras de chispa. La lucha por evitar el asalto de los franceses se tornaba épica cuando sentía como una bala destrozaba su pierna, mientras se desgañitaba animando a la pelea, viendo como muchos de sus hombres ya habían caído.
Entraban ya los franceses apuntando a los defensores en plena cara, era inevitable la derrota de los españoles. Velarde en un último intento por equilibrar las fuerza fue en busca de los Voluntarios del Estado, consiguiendo que le siguieran pero cuando apareció en la puerta del Parque recibió un balazo en el pecho que le atravesó el corazón.
Daoíz por su parte después de recibir el tiro en la pierna permaneció apoyado en el cañón, sin soltar el sable. Hacia él oficial herido, se dirigió de forma poco caballerosa y humillante, el general Lagrange. No sabía la grandeza de aquel soldado español, que sacando fuerzas de flaqueza hizo frente al ultraje con su sable hiriendo al francés, que sorprendido ante tanta intrepidez gritaba: “Granadiers, à moi, ¡Socours à votre general!”, acudiendo de inmediato, alguno de sus oficiales y granaderos. Se defendió como pudo Daoíz por algunos instantes hasta que recibió un bayonetazo por la espalda, atravesándolo y cayendo herido, aunque aún resistió a la muerte, que se produciría una vez postrado en el lecho de su domicilio.
En aquella Sala de la Guerra de la Independencia del Museo del Ejército, no había mucha iluminación, tal vez las tenues sombras fuese el velo protector a la evocación del héroe Velarde despojado de su uniforme por sus enemigos, cuando le vieron su cuerpo inánime, caído sobre las losetas de la entrada del Parque.
Así murieron los héroes del Parque de Monteleón. El Duque de Berg se daba perfectamente cuenta de que la afrenta que habían presentado los españoles no iba a ser una excepción.
La escultura en bronce del Teniente Ruíz con la espada en alto, como ángel custodio de las sagradas urnas por haber estado en ellas depositadas los restos de su compañeros de gloria, los capitanes Daoíz y Velarde, dejaron, estoy seguro, una huella indeleble en la conciencia de todos aquellos que quisieron evocar en la Sala de Independencia, aquellos acontecimientos.
FIN
.
Bibliografía.
MARRERO, JUAN ANTONIO: Monumentos clave de la Historia de España en el Museo del Ejército. Libro Hobby
PÉREZ GUZMAN, JUAN: Dos de Mayo de 1808. Memorial de Artillería. 1908.
Durante el tiempo que estuve en el Museo del Ejército, no era extraño, debido a mi destino en el Área de Coordinación, pasar de un extremo a otro del edificio, dejándome llevar por el característico ruido, que algunas de las viejas y medio sueltas losetas de la tercera planta producían a mi paso, del áurea que rodeaba aquel ambiente, entre piezas históricas de todo tipo que siempre llamaban mi atención. Aún llegué a incorporarme al destino cuando el antiguo Museo romántico de la calle Méndez Núñez nº 1, conservaba todas sus salas intactas, según la habían vistos con pocas modificaciones varias generaciones.
Ahora ya fuera de él, conservando en mi retina y en mi ánimo la visión y el influjo de aquel lugar, evoco aquellas postreras jornadas de mi vida militar, recordando la emoción que siempre me causaba atravesar aquellos espacios y de una manera especial, la Sala de la Guerra de la Independencia.
Allí flanqueados por columnas permanecían las urnas funerarias que albergaron lo gloriosos restos de Daoíz y Velarde, encima de sendos catafalcos, trabajados por ebanistas en 1840, en ocasión de su traslado desde la iglesia de San Isidro, hasta le lugar donde se había levantado un obelisco en la plaza de la Lealtad de Madrid.
Su presencia proyectaba hacia el cielo de la Sala, orlado de antiguos escudos heráldicos de las naciones hermanas de Sudamérica, los ecos de aquel dos de mayo de 1808, cuando los franceses invasores pretendieron sacar de España y del Palacio Real a los infantes Antonio Pascual y Francisco de Paula, los últimos que quedaban de la familia real. Las protestas de los madrileños, que de manera instintiva decidieron impedirlo, abordando el carruaje, el relinchar de los caballos encabritados y el llanto disgustado del pequeño Francisco. Las voces ¿Qué se van! ¡Que se los llevan! y el griterío de las gentes que acudían a las puertas del Palacio, en apoyo de sus vecinos.
El color oscurecido de la pintura de las paredes, semejaban una pátina del humo de los cañones de Murat disparando contra el pueblo de Madrid, unido a los primeros gritos de dolor y de sorpresa ante tamaña reacción, el quejido de los heridos y la explosión de rabia de un pueblo que de forma unánime, decidió hacer frente a los disparos de los soldados del ejército napoleónico. Mis pasos reproducían en mi mente las carreras desesperadas hacia la plaza Mayor, en un intento de salvar sus vidas del fuego, al mismo tiempo que gritaban pidiendo armas para combatir la afrenta, mientras otros lanzaban contra los invasores, desde ventanas y balcones, los objetos mas dispares que encontraba en sus hogares.
Las baldosas ennegrecidas de la Sala, reflejaban la sangre derramada de los españoles en sus propias casas, cuando las represalias francesas derribaban sus puertas. Sus desconchados, las huellas de las balas enemigas, después de atravesar los cuerpos acurrucados de mujeres, niños y ancianos.
El estruendo de los cañones franceses enardeciendo los ánimos en la Puerta del Sol y los gritos de rebeldía aunando voluntades dirigiéndose al Palacio, blandiendo toda clase de utensilios de lucha, pues todo valía: palos, bastones, sables, navajas, picas y hachas.
Entre las cuatro paredes del circunstancial mausoleo, resonaban las palabras de Velarde, y su particular y gloriosa aventura: la llegada precipitada a la Junta Superior Económica de Artillería, con el semblante descompuesto, ojos inquietos y brillantes y el semblante encendido, “Hay que batirse. Es fuerza morir. Es preciso batirnos. Es preciso morir”. La llegada de su jefe el comandante Navarro Falcón oyéndole decir: “Mi comandante, vamos a batirnos con los franceses”. Su arrogancia, apartando con desdén la orden que su jefe le dejaba trasmitida por el Gobernador Vera, y su reacción levantándose de la mesa, clavando su mirada al mismo tiempo que exclamaba con rabia: “Si; a batirnos. A batirnos. A batirnos y a morir”.
Las descargas de fusilería, se dejaban oír en las calles aledañas, gentes gritando, cacos de caballos y otra vez la reacción furiosa de un hombre valiente, Velarde exclamaba de nuevo “A morir. A vengar a España”, y su decidida precipitación por las escaleras para coger el fusil, a uno de los ordenanzas. La reacción y vítores entusiastas le acompañaban y ya en la calle, se le unió el pelotón que mandaba Andrés Rovira.
Velarde llegaba a las puertas del Parque de Artillería que se encontraba cerrado, acompañado del delirio que su presencia produjo entre las gentes que se encontraba en sus alrededores. Inmediatamente abrieron las puertas
Las autoritarias palabras de Velarde dirigiéndose al capitán que mandaba las tropas francesas que se encontraban dentro del Parque “Esta usted perdido, si no se oculta con su gente. Entreguen las armas, pues el pueblo va a forzar la entrada y no respondemos, de que sea usted atropellado”, surgieron efecto y aunque el oficial francés mantuvo una inicial, las reiteradas de Velarde diciéndole “No provoque usted la ira del pueblo, ni de lugar a que lo que puede hacer de buen grado haya que ejecutarlo por la fuerza. El tiempo es precioso y urge. Rinda usted las armas sin perder un solo momento”, apoyadas por el clamor procedente de la calle, terminaron por convencerle.
Los pasos reflexivos del capitán Daoíz, después de conversar con Velarde sobre la determinación tomada por éste último, se adivinaban en rededor de los catafalcos de aquella Sala, tratando de reproducir su pequeño paseo por el patio del Parque, mientras era observado en silencio y el ruido ensordecedor del pueblo servía de fondo a la escena.
Y de pronto se detuvo, sacó la espada de su vaina y dirigiéndose a sus compañeros artilleros exclamó: “Las armas al pueblo. ¿No son nuestros hermanos?”. Velarde le abrazó, desenvainando los demás sus sables. Aún se podían oír el chirrido de las puertas al abrirse y los pasos de las gentes que precipitadamente corrían a coger las armas que habían requisado a las tropas francesas del Parque ahora encerradas en los calabozos, desapareciendo muchos por las calles en busca del francés, otros fueron retenidos por Velarde, organizándolas en escuadras y distribuyéndolas por los balcones de los pisos superiores, disponiéndoles a la defensa.
Se oían las órdenes del capitán Daoíz para colocar tres cañones de a ocho en el patio, otros cuatro para cubrir las cuatro bocacalles y otros dos que quiso mantener de reserva en la entrada principal.
Y me embarga la emoción por momentos evocando a Daoíz proclamando al reunir en el patio a oficiales y artilleros la independencia y libertad de España y la decidida voluntad de quemar hasta el último cartucho en defensa de sus ideales y en particular la del teniente Ruiz, que blandiendo su espada juraba morir con sus compañeros en aras de la libertad de la Patria.
Los ecos de los golpes de las hachas de los gastadores de un batallón francés intentando romper las puertas, parecían aún retumbar en la Sala y los disparos de las gentes que desde las casas trataban de impedirlo.
Y también la voz enérgica y furiosa de Daoíz, que al frente de los cañones gritaba “¡Viva España! ¡Viva Fernando VII! ¡Mueran los franceses!”, viendo, que la columna enemiga trataba de abrirse paso hacia el interior del depósito, obligando con sus disparos a que huyera aquel batallón Westfalia, a la vez que los vecinos de Madrid, exclamaban esperanzados: “Victoria. Victoria para nosotros”, “Mueran los gabachos”.
Todos ayudaron, los de dentro y los de fuera del Parque a sacar los cañones y emplazarlos en medio de las calles que daban al mismo, al tiempo que por la de San Bernardo aparecían otras fuerzas enemigas, y de nuevo el eco de Daoíz parecía flotar en el ambiente: “Muchachos, no nos precipitemos, dejadlos que se aproximen y así los escarmentaremos mejor”. Los disparos de fusil se entrecruzaban y se esperaba el ataque decisivo de los franceses al Parque.
El teniente Ruíz recibe un primer disparo que le produjo una herida en un brazo, pero después de ser vendado por Pacheco, un guardia de Corps, volvió a ocupar su puesto al frente de los cañones que se le habían confiado, al tiempo que hasta nosotros llega en la Sala su eco: “¡fuego artilleros!”. De inmediato el zumbido de uno de los proyectiles franceses rasga el aire, se dirige hacia el noble soldado, cayendo herido gravemente, siendo recogido por sus compañeros y trasladado a la sala de oficiales, donde se encontraban otros heridos franceses.
Y siguen sonando los ecos, profanando la sala, ahora son franceses, de tambores y trompetas que anunciaban un nuevo ataque en distintas direcciones: “¡Vive l´Empereur!”. Truenos de cañones enemigos, y de nuevo el humo oscureciendo las paredes, al tiempo que las calles se sembraban de cadáveres, mientras el heroísmo de la inmortal Clara del Rey derramaba su sangre combatiendo en ayuda de los heroicos artilleros, al lado de su marido Manuel González Blanco, y sus hijos, Juan, Ceferino y Estanislao de 19,17 y15 años de edad, respectivamente, y Manuela Malasaña, que con tan sólo 17 años, proveía de cartuchos a los combatientes españoles.
Por eso fueron rechazados, una y otra vez, y de nuevo el eco en la Sala del francés: “¡En avant! ¡En avant!”, pronunciadas por el coronel Montholon al mando de la columna en ataque, parecía flotar en el ambiente junto al triunfo definitivo con la toma del Parque. La presencia del capitán Álvarez, que portaba una banderola blanca y corría hacia el Parque, hizo que Daoíz con un toque de corneta, suspendiera el fuego, mientras Velarde proponía al francés, que cesara el combate, caso contrario se reanudaría la defensa.
Montholon se adelantó con tres de sus oficiales, una vez cesado el fuego, con el fin de informarse de la orden que traía el capitán Álvarez del Gobierno, que no era otra que comunicar a los defensores del Parque de la locura que estaban cometiendo con su actitud. En esto estaban los interlocutores cuando uno de los defensores, Mosquera, dio un empujón a uno de los oficiales franceses que habían acompañado a Montholon, derribándole al suelo y cayendo de espaldas, al mismo tiempo que aún el eco de la sala de la Independencia dejaba oír por boca de Mosquera: “Viva Fernando VII”, y el de una bala rasa que disparada por uno de los artilleros, produjo varias bajas entre las filas francesas, huyendo el resto despavoridos y su comandante y oficiales hechos prisioneros por Daoíz.
Creía escuchar los lamentos franceses por las sucesivas derrotas que sufrían sus tropas ante las puertas del Parque y las severas recomendaciones que le hacía el Duque de Berg a su general Lagrange si no conseguía de una vez por todas “el exterminio de los insurrectos”, para seguidamente volver a evocar los ecos de los cañones franceses contra las defensas españolas, ya francamente extenuadas después de más de tres horas de encarnizada lucha y el paso de las botas gabachas formando ahora un sitio que había de ser definitivo.
Intuía la desesperación por la que estaban pasando nuestros héroes, ante la falta de munición y ante la vista de lo que se les venía encima. Una fuerza, de más de dos mil hombres avanzaba al son del redoble de los tambores, que sin embargo no les amedrentó. Sus cañones vomitaban la metralla que iba escaseando hasta el punto que llegaron a utilizar las piedras de chispa. La lucha por evitar el asalto de los franceses se tornaba épica cuando sentía como una bala destrozaba su pierna, mientras se desgañitaba animando a la pelea, viendo como muchos de sus hombres ya habían caído.
Entraban ya los franceses apuntando a los defensores en plena cara, era inevitable la derrota de los españoles. Velarde en un último intento por equilibrar las fuerza fue en busca de los Voluntarios del Estado, consiguiendo que le siguieran pero cuando apareció en la puerta del Parque recibió un balazo en el pecho que le atravesó el corazón.
Daoíz por su parte después de recibir el tiro en la pierna permaneció apoyado en el cañón, sin soltar el sable. Hacia él oficial herido, se dirigió de forma poco caballerosa y humillante, el general Lagrange. No sabía la grandeza de aquel soldado español, que sacando fuerzas de flaqueza hizo frente al ultraje con su sable hiriendo al francés, que sorprendido ante tanta intrepidez gritaba: “Granadiers, à moi, ¡Socours à votre general!”, acudiendo de inmediato, alguno de sus oficiales y granaderos. Se defendió como pudo Daoíz por algunos instantes hasta que recibió un bayonetazo por la espalda, atravesándolo y cayendo herido, aunque aún resistió a la muerte, que se produciría una vez postrado en el lecho de su domicilio.
En aquella Sala de la Guerra de la Independencia del Museo del Ejército, no había mucha iluminación, tal vez las tenues sombras fuese el velo protector a la evocación del héroe Velarde despojado de su uniforme por sus enemigos, cuando le vieron su cuerpo inánime, caído sobre las losetas de la entrada del Parque.
Así murieron los héroes del Parque de Monteleón. El Duque de Berg se daba perfectamente cuenta de que la afrenta que habían presentado los españoles no iba a ser una excepción.
La escultura en bronce del Teniente Ruíz con la espada en alto, como ángel custodio de las sagradas urnas por haber estado en ellas depositadas los restos de su compañeros de gloria, los capitanes Daoíz y Velarde, dejaron, estoy seguro, una huella indeleble en la conciencia de todos aquellos que quisieron evocar en la Sala de Independencia, aquellos acontecimientos.
FIN
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Bibliografía.
MARRERO, JUAN ANTONIO: Monumentos clave de la Historia de España en el Museo del Ejército. Libro Hobby
PÉREZ GUZMAN, JUAN: Dos de Mayo de 1808. Memorial de Artillería. 1908.
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