Tuesday, January 15, 2008

EPISODIOS PERSONALES

De vivencias paracaidistas, aún percibo el olor de carburante quemado que salía detrás de los motores de hélices en el momento del arranque, en las pistas de despegue del aeropuerto de Alcantarilla, de los “Junkers”, dispuestos en línea y abiertas su puerta lateral de transporte, esperando la llegada de los paracaidistas. Aquello era todo un ritual, que se repetía cada mañana, al área de embarque llegaba los paracaídas, de la sala de plegados y eran dispuestos en filas, el principal debajo y el de emergencia encima. A la hora previstas entrábamos en contacto con ellos, acoplándolos al cuerpo, antes había tenido especial cuidado en colocar la parte baja de las perneras del pantalón por encima de los cordones de las botas, a fin de preservar cualquier enganche en el salto. Tomaba el paracaídas principal y me lo echaba literalmente a la espalda para luego ajustar los tirantes, tanto de hombros como de piernas, el no hacerlo suponía algún contratiempo para mis atributos masculinos, a la hora de la apertura en el aire. Después, tomando del suelo el de emergencia, lo enganchaba a los tirantes del principal por la parte delantera, acariciando de paso la anilla lateral derecha, como si quisiera amaestrarla en caso de tener que hacer uso de ella. Finalmente me colocaba el casco, que ajustaba cuidadosamente apretando el barboquejo, procurando que se moviera lo menos posible. Eso era toda. Ahora había que esperar al mando de la patrulla, encargado de revisar la correcta colocación del equipo, la correcta colocación de la navaja de salto en la muñeca y que extraía el mosquetón de enganche y una parte de la cinta de extracción del paracaídas principal y te lo entregaba, por encima del hombro, en la mano derecha, al mismo tiempo que te daba un toque cariñoso en la parte superior del casco en señal de confirmación de que todo estaba correcto. Con el acostumbrado ruido de fondo de los motores nos acercábamos, en fila, con un paso corto a la formación de los aviones, era el momento de la reflexión, mientras, de vez en cuando, acariciaba la anilla lateral de emergencia, en la cual ponía toda la esperanza, caso de que algo fuera mal. En el trayecto solía sacar un pañuelo de seda especial verde, regalo de mi mujer y que llevaba para estas ocasiones en el bolsillo lateral derecho. El olor a carburante, el ruido del motor lateral derecho y el viento que lanzaba la hélice, acompañaban la subida al avión por la pequeña escalerilla metálica de acceso. Ya dentro, sentado en uno de los asientos laterales, esperábamos el despegue. El avión comenzó a rodar hasta la cabecera de pista, mientras por la ventanilla observaba el fuselaje de las anchas y largas alas, que se movían verticalmente por las pequeñas vibraciones que producían la marcha de los motores y que daba la sensación que se iban a desprender de un momento a otro. El aparato quedó quieto por unos instantes al tiempo que los motores aceleraban, para de inmediato emprender la carrera hacia arriba, mientras la pista se iba separando de mi mirada. En el interior, un cable acerado que corría longitudinalmente por el techo, era comprobado por el jefe de la patrulla, por medio de unos cuantos tirones verticales con sus manos y que había de dirigir el salto. Encima de la puerta de salida dos pilotos, uno rojo y uno verde, señalaban el momento de iniciar el movimiento de los paracaidistas. Durante el tiempo de espera, lo empleaba para quitarme las gafas meterlas en el estuche y colocarlas en el bolsillo lateral izquierdo del pantalón, después comprobaba de nuevo la colocación de la navaja y acariciaba una y otra vez la anilla extractora del paracaídas de pecho. Unos a otros nos mirábamos en silencio, al tiempo que hacíamos movimientos con la barbilla asegurándonos que el casco estaba en posición correcta o simplemente para matar las neuronas que se revelaban, por el lance a las que las estabamos sometiendo. De repente un ruido estridente y seco salía de una chicharra metálica, al tiempo que se encendía el piloto rojo, era la hora de levantarse del asiento, colocarnos unos detrás de otros en fila, de cara a la cabina de los pilotos, al tiempo que enganchábamos el mosquetón en el cable estático. Era la hora de la verdad, de mis “Padrenuestros” aquellos eran los más devotamente rezados. El jefe salto, dispuesto en la salida, después de revisar que el mosquetón estaba perfectamente enganchado, al cable estático, y colocado el pasador de seguridad para que no hubiese ninguna posibilidad de que se soltase, en el momento de la apertura. Quedaban pocos segundos, la espera se hacía interminable, queríamos salir cuantos antes, se enciende el piloto verde. ¡Salta! ¡Salta! ¡Salta!, gritaba el jefe de salto en la puerta, al tiempo que daba una palmada en la espalda, era un movimiento controlado, al mismo tiempo frenético y nervioso. Un salto hacia fuera, al tiempo que lanzaba los dos brazos hacia delante, como tratando de zambullirme en un mar de aire, me hizo descender vertiginosamente durante dos o tres segundos, sentí entonces, una fuerza que retenía la caída y mis piernas se balancearon, como si fuera un muñeco de trapo; comprendí que el paracaídas se había abierto. Debajo de mis pies la campana de uno de mis compañeros, estaba a escasos centímetros, no podría evitarla. Traté de flexionar las piernas, la válvula de escape, en el centro de la campana, me parecía gigantesca, no podía dejar que alguno de mis botas se introdujera en ella, al tiempo que le gritaba, ¡Húndete! ¡Húndete! Si aquello sucedía estabamos perdidos los dos, se enrollarían las telas y las consecuencias podían ser fatales. Afortunadamente, en el último momento, logré que mis glúteos se posaran sobre su seda y mis botas no la tocaran, levantando las piernas, al mismo tiempo que jalaba con mis manos hacia delante en un intento desesperado por alcanzar el borde de ataque y caer de nuevo al vacío con mi paracaídas, ya vaciándose de aire. Estabamos de nuevo volando los dos. La caída fue perfecta, miré al cielo y balbuceé agradecidamente: Gracias Señor. FIN

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