Tuesday, September 18, 2012

Don Álvaro de Carvajal



DON ÁLVARO DE CARVAJAL

o la demencia persistente en la memoria.
                                                                     
DON ALVARO DE CARVAJAL
dementia or persistent memory.
  It is a historical novel and unreal character, based on avatars in which is immersed the main character of the play, obsessed caballerecos out their ideals to the bitter end.
                                                                                    Es una novela de caracter histórico e irreal, basada en los avatares en los que se ve inmerso el personaje principal de la obra, obsesionado por llevar sus ideales caballerecos hasta las últimas consecuencias.
 
 Adaptación realizada en base a una idea, plasmada en un documento manuscrito por un antiguo amanuense cortesano, doctor en la Corte de María Cristiana...
 
PRÓLOGO
 A partir del siglo XV se llevaron a cabo duelos y desafíos, costumbre que llegó hasta muy avanzado el siglo XX.  Era la manera  con la que se resolvían las disputas entre dos caballeros en litigio y que no necesariamente desembocaba en la muerte, aunque en muchas ocasiones inevitablemente se llegaba a ella; se trataba de lograr la satisfacción de restaurar el propio honor, arriesgando la vida en su defensa.
  El caballero agraviado elegía el arma, espada o pistola; sus padrinos eran los encargados de elegir el campo del honor, y de velar por que el acto se llevara a cabo guardando las normas establecidas tácitamente. El agraviado decidía si el duelo había de ser “a la primera sangre” “a herir de gravedad” o “a muerte”.
  Cuando en el duelo se empleaban pistolas, cada uno de los contendientes podía hacer un disparo, o seguir con ellos hasta que cualquiera de ellos cayera herido o muerto.  Sin embargo, había otros modos de finalizar el combate, v. g.: que uno de ellos pudiera fallar, con el fin de cumplir con las normas y no por ello perdía la honra. A lo largo de estos siglos, en las sociedades occidentales, debido a estas prácticas,  quedaron muchas vidas segadas en  el campo del honor,
Los adversarios de un duelo correctamente planteado, por lo general no eran perseguidos, y si en algunos casos así ocurrió, no se encarcelaba a los duelistas por ello, al considerarse que tan solo los caballeros tenían un honor que defender y por lo tanto, única clase social  calificada para ello.
Si un caballero era insultado por algún individuo de la clase baja, aquél no lo retaba a duelo, sino que le infligía algún castigo físico o comisionaba a alguno de la servidumbre, para que lo hicieran. Es decir que la proliferación de estas formas de hacer justicia, a lo largo de los siglos se venían realizando con el beneplácito de la sociedad, reyes y autoridades y a pesar del rechazo progresivo, incluso promulgando leyes intentando finalizar con ellas, ingresaban en los centros hospitalarios muchos más heridos que por otros accidentes.
 Lavar los desagravios en el campo del honor, llevaban implícitas consecuencias para los propios duelistas cuando quedaban mal heridos y la desgracia para la familia, soportando el dolor que producía su fallecimiento.
El protagonista de este relato existió o no en su tiempo. El personaje  Don Álvaro de Carvajal, tras caer en desgracia, fruto de sutiles y continuas contrariedades. Después de haber conquistado laureles, honores y ascensos, retirado, sumergió la imaginación en su propio mundo y creyéndose  capitán general con mando en plaza, se comportó a tal efecto entre sus convecinos, dirimiendo sus disputas a la usanza de la antigua nobleza.
La obra no es más que una sátira a los usos y costumbres de los caballeros de alto copete que para limpieza de su honra, usaban de estos enfrentamientos a los que creían tener el honor y el derecho, por pertenecer a la aristocracia. En definitiva cuando se escribían estas peripecias, pensaba  el amanuense que tal vez sirviera para que en base a su lectura, terminaran estas prácticas  por aquellos que a pesar de ser abolidas de forma oficial, seguían practicándolas, convencer a la sociedad de que tales retos no eran más que una locura. 
Locuras por las que pasó Don Álvaro de Carvajal, expuestas en los siguientes episodios de manera jocosa y que nos trasladan a un mundo que fue, y en muchos aspectos es: el de las envidias, venganzas y pasiones, y que también nos transporta al mundo de la reflexión, en cuanto a la insensibilidad de los hombres que con sus desaires e indiferencias, llegan a dejar en el mayor de los desamparos a su prójimo o cuando no se paran a pensar en el porqué de su caída y crean el caldo de cultivo suficiente en la sociedad en la que se desenvuelve, con el que de alguna manera, le  impiden la realización de aquellos sueños que la misma sociedad le presenta.
En esa tesitura onírica que tan solo Don Álvaro conoce, después de su caída logrará levantarse  con la búsqueda de otros sueños, alimentados con la buena fe, amor propio y fuerza de voluntad, pero también con una buena dosis de ver en positivo todo aquello a lo que se vio obligado a renunciar, acaso suponiendo que algún día llegaría a recuperar el crédito por aquellos que se lo habían negado.
Es una reflexión sobre la conducta aborregada e irracional de los hombres, que con sus obsesiones, simplicidad y falta de personalidad, son capaces de llegar a pensar y decidir sobre sus semejantes a través de terceros.
El código penal español de 1870 castigaba el desafío y en el reformado de 1932 se suprimió este delito.
Todo el parecido con los personajes, lugares y hechos, es pura coincidencia. 
                            
                           PRINCIPALES  PERSONAJES POR ORDEN DE APARICIÓN
 
                                    Álvaro de Carvajal..............El general.
                                    Faustina.............................. Ama de llaves.
                                    Julián Cepeda..................... Comerciante
                                    Don Cipriano.......................Maestro de escuela
                                    Práxedes de la Calva........... Gobernador de la ciudad.
                           Anselmo Padiernos... Señor caserón de los frailes.                                                              
                                    Longino Regolato..................Italiano.    
                                    Giovanni Calabrese..............Oficial siciliano.                                                   
                                    Don Ernesto......................... Dueño del café.
                                    Hernando Sotillo...................El Caballero de la tertulia.
                                     Ángel Casasola....................Noble de la ciudad.  
                                     Emiliano Marlín...................Dueño de la casa del baile de máscaras.
                                    Saturio Casillas. ..................Tendero de ultramarinos.
                                    Tercero................................  El setter de Don Álvaro

                                                     I
En la muy noble,  ilustre y fortificada ciudad de Ávila, en los tiempos que ya el invasor francés, había dejado la Patria en manos de su legítimo rey Fernando, cuando las gentes se enorgullecían de España, entusiasmadas contra Napoleón, destacaba un hombre alto y orondo de pronunciada barriga.
Un caballero de alto copete, hasta entonces respetado que vestía adornando su cabeza con sombrero de tres picos; de corbatín negro y estrecho ajustado en demasía al cuello de su camisa, aunque el malandrín lo llevaba atravesado; de casaca de seda azul, con faldas anchas y puntiagudas, que llegando a las pantorrillas, doblaban en sus puntas sujetas  por botones de plata y solapas de la misma tela, con ojales dejando ver botones, igualmente de plata, rematando en tres puntas en las cercanías de los hombros, donde dos charreteras de oro descansaban. Con tahalí de terciopelo rojo, que sostenía un pequeño sable con  llamativa vaina verde y un chaleco, de seda de flores bordadas y dejando ver una camisa de ostentosa pechera de encaje.
De pantalón o calzón ancho, con perneras que llegaban hasta las mismas rodillas donde, por debajo, ajustadas con dos pequeñas hebillas de metal; y de medias de seda y zapatos de punta casi redonda y hebilla de plata cuadrada, lucían exteriormente sus pies de forma elegante.
Y sobre el pecho, a tal atuendo, no podía faltar una banda de general y tampoco, a más honra personal, la de brigadier, mariscal y a saber la de que otra dignidad, pues el tío llevaba hasta cuatro colgando, atravesadas hacia su costado izquierdo, y pendiendo de cada una, unos lazos y cilindros de seda de varios colores que continuamente solía acariciar con su delicada y poco trabajada mano izquierda, mientras paseaba altanero entre sus conciudadanos.
Por señorío o más realce, quizás por necesidad, ajustaba a su nariz unos anteojos verdes. Sin embargo contra lo que podía uno imaginar, pues esto no era usual, era enemigo de bigotes, de patillas y perillas. Y por supuesto, no le había de faltar el bastón de general, sempiterno en su mano diestra que solía pasar a la izquierda, cuando por necesidad debía aplicar unos pequeños toques, desde el interior de su bolsillo del calzón, cada vez que sentía el picor en sus atributos personales.
Era su paso majestuoso y marcial, desde luego con arreglo a su condición, de  apariencia tranquila y sosegada, y aunque procuraba en todo momento ser atento, a veces su carácter desembocaba en arrebatos aislados, cuando hacía suya la idea de ser el generalísimo de España.
Un personaje de buena mansión, lugar residencial de alta alcurnia, levantada en las cercanías del mismo mercado grande, extramuros de la ciudad abulense amurallada,  herencia de un ascendiente conquistador de renombre, cuyos restos reposaban en el interior de su exenta capilla que situada en el pared frontal a la fachada principal del edificio, al otro extremo del patio,  presentaba en la nave central, dos sepulcros en mármol labrado testimonio del eterno descanso de sus progenitores.
En la planta superior del edificio, estaban las estancias particulares; el gran salón, dormitorios y biblioteca. Una biblioteca repleta de incunables y pergaminos, donde permanecía largas horas Don Álvaro  de Carvajal, leyendo y reviviendo historias y batallas, en los días fríos de invierno
Llamaba la atención,  en esta planta, la estratégica disposición del aliviadero hecho en  madera que aprovechando como desagüe un riachuelo que por el fondo de la casa discurría, llevaba aguas abajo el chorro fisiológico, después de una alternativa continuidad de ruidos, en su interminable caída.
En la planta inferior, la servidumbre trajinaba de un lado a otro, entre utensilios de cocina, y cuando no atendían las habitaciones, preparaban para su señor las comidas que servían en el amplio salón y que fuera, tiempo atrás, lugar de recepción de banquetes y convites  de nobles gentes de calidad.
Un lugar donde este noble caballero, siempre inmerso en sus pensamientos, solía en los día soleados dejar la casa y recorrer la ciudad, admirando sus murallas, sus almenas y catedral y gustaba mezclarse entre las gentes que regateaban comprando, en el mercado chico y también en el grande.
Pero Don Álvaro sufría mucho y se contrariaba cuando tropezaba con circunstancias adversas a sus parámetros marciales, o sobrepasaban su escala de valores. Su felicidad estaba en el cumplimiento y en el sentido del deber, fruto de su preparación militar. Sus conversaciones preferidas pasaban  por las historias de héroes, con los cuales se identificaba, a los que consideraba elegidos por los dioses para genios de las conquistas. Su historial militar parecía avalar sus creencias. Era el rey su admiración y se consideraba su mejor vasallo.
Aquella noche, cuando nuestra historia comienza, se hallaba Don Álvaro soñoliento, recostado y dejaba caer sus anchas espaldas sobre el dorsal del vetusto sillón de madera; enfundado en la vestimenta de dormir, una larga bata de andar por casa, había tocado su cabeza con un sombrero de lana con borla.
Faustina, la fiel criada y ama de llaves, acababa de recoger la mesa del salón, donde ahora solía hacer las comidas nuestro insigne general, mientras el calor que desprendían las brasas que quedaban de los troncos de encina a medio quemar, irradiaba la estancia y su chisporroteo flamante rompía, con soniquete musical, el silencio del señorial habitáculo.
Tercero, su fiel y leal compañero de toda la vida, ahora achacoso, un setter de hocico de barbas blancas, mostraban una edad que estaba acorde con el tiempo pasado junto a su amo. Echado al lado de sus pies, enfundados en pantuflas a medio calzar, alzaba de vez en cuando los párpados para mirar fijamente a su dueño, como intentando adivinar sus pensamientos.
Dirigiéndose a su can, le dijo como si el fiel Tercero entendiera:
¬ Sé que en todos los mentideros de la ciudad y en los círculos que frecuento, se habla mucho de mí. Sé, amigo mío que me tienen en concepto privilegiado y que están orgullosos de tener entre ellos, a un paisano de tanta autoridad y prestigio.
  También sé que es conocido esto en palacio y mi popularidad ha llegado a oídos al rey Don Fernando; conoce mi hoja de servicios de guerra, mi comportamiento en la lucha contra el invasor francés, mis méritos, talento y leal patriotismo.
    Estoy seguro que muy pronto, me hará llegar Su Majestad el despacho correspondiente a mi nombramiento como capitán general del Ejército, a través del gobernador de la Plaza.
 Una leve sonrisa en sus labios, exteriorizando la alegría que se estaba produciendo en el interior de su mente, al tiempo que llevaba la mano derecha al costado izquierdo de su pecho, lugar donde colgaban las medallas de su uniforme, imaginando acariciarlas, en un gesto de orgullo.
 Y haciendo al oyente y atento Tercero, virtuales vecinos, continuó:
              ¬ Estoy agradecido y de acuerdo, queridos amigos, con todo lo que se dice por la ciudad.
¿Acaso suponéis que estas condecoraciones que ostento y cuelgan de mi casaca, han sido ganadas por otros méritos, desde mi empleo de alférez hasta el de general, que no sean los del valor y el honor?
Nada de eso, amigos, fijaos bien en estos documentos.
Con gesto señorial y prepotente, hizo el ademán de introducir la mano derecha entre la camisa y el chaleco floreado que habitualmente vestía en su uniforme, como si buscara en el bolsillo interior, la cartera que portaba papeles doblados.
Y como si los extrajese de ella, comentó, mirando a Tercero que seguía atento a la evolución de la mano derecha de su amo:
¬ ¡He aquí! como podéis ver vuestras mercedes, son papeles oficiales.
¡Mirad el membrete de armas y los escudos reales!
Don Álvaro, como desplegando los documentos, no sin antes acercar sus labios y depositar varios besos en el hipotético lugar donde figuraban los sellos, mostraba a la virtual concurrencia los virtuales documentos, haciendo unos gestos evidenciando que no quería que nadie los leyese.
Inmediatamente procedió a doblarlos cuidadosamente e introducirlos acto seguido, en la cartera, haciendo el gesto de colocarla en el mismo bolsillo, y dar  después dos o tres suaves golpes, con la palma de la mano, sobre la imaginaria casaca, al tiempo que decía:
          ¬ Estos papeles, amigos, como habéis podido comprobar, son suficiente garantía como  credenciales de mis trofeos, validarán mi nombramiento, cuando me entregue el Rey el mando como capitán general.
Su Majestad necesita de hombres eminentes.
Él está al tanto de mis títulos y mis honores que he merecido con mi esfuerzo y abnegación; con la fuerza de mi corazón y con la  honorabilidad de mi persona en el ámbito militar.
Señores, nadie mejor que yo, debe ser el capitán general de los ejércitos de España. Soy el más fiel vasallo de Su Majestad, de ahí que al punto me entregará el mando.
No hay duda que sabrá con mi hoja de servicios, de mi actuación valerosa en el flanco derecho de los Pirineos, cuando sable en mano arremetí contra el ejército de Napoleón y lo acorralé contra el Mediterráneo, y cuando no tenían por donde escapar, se vio obligado a rendirse.
¡Viva España! ¡Viva la Independencia nacional!
Estos eran mis gritos de guerra, en medio del estruendo del cañón y del traqueteo de las espadas, marchando contra el enemigo al frente de mis soldados.
Señores, ¿Cuándo llegará el día, en que se diga vaya yo de nuevo al combate?
¡Oh!.., no puede estar muy lejos.
Perdonadme Vds., pero yo soy general y así lo debo manifestar.
No cabía en su gozo Don Álvaro cuando así el mismo se expresaba, y arraigaba en su mente hasta niveles de obsesión que era todo un  general.
 De pronto, cayó en la cuenta de que había de propagarlo a los cuatro vientos, levantándose bruscamente del sillón y asustando al pobre Tercero que también se incorporó súbitamente.
¬ No, no. De ninguna manera puedo permitir que mi nombramiento no tenga la difusión que se merece, debe ser anunciado con toda solemnidad.
¡Esto hay que celebrarlo!
 Tengo que llamar a mis amigos, he de participarles de estas gratas nuevas.
Amigo Tercero, organizaré un convite.
Abrió la boca desmesuradamente y dejó en el aire un bostezo....
¬ Vamos a dormir Tercero, que mañana tenemos que preparar muchas cosas y será un día muy agitado.
Después de tomar una infusión de espino blanco que llamaba el ama de llaves gorro de dormir y que llevaba todas las noches a su habitación, cayó rendido de sueño en su lecho, afianzado en su descabellada idea, sumido en los sueños de grandeza, enfundado en su camisón blanco que apenas dejaban  ver las puntas de los dedos del pie, mientras la borla de su caperuza de lana, caía a un lado, escondiendo su oreja izquierda.
El “ki - kiri - kíiii", del orgulloso gallo castellano, negro como el azabache, anunciaba el nuevo día, para deambular acto seguido, entre las gallinas de su harén, a las que trataba de sorprender in fraganti cada mañana, después de estirar la pata y dar su correspondiente carrera tras ellas, con la noble y sana intención de hacer perpetuar su especie.
Dentro de la mansión, Faustina, no salía de su asombro, viendo a su amo dar a la servidumbre, órdenes a diestro y siniestro, mientras sacaba de uno de sus bolsillos unos cuantos papeles, donde estaban  relacionados una serie de nombres.
¬ Faustina, hoy es un gran día, quiero que tengas preparado la mesa del salón, como en los mejores tiempos. Como si de la mesa de un consejo de estado se tratase, dijo Don Álvaro.
Hoy, sin falta, quiero participar a mis amigos que de nuevo me veré investido de general de los ejércitos de España.    
Ahora tengo que pensar.
Mientras Don Álvaro subía a sus aposentos, Faustina se quedó parada en el zaguán, echando un vistazo a aquella larga lista, tratando de averiguar de qué personajes se trataba.
Y por mucho que quería recordar, no lograba saber quiénes eran cada uno de aquellos nombres.
Desde luego, no conocía ninguno de los personajes que figuraban en ella. Más aún, estaba perpleja, no era habitual que su amo tomara una decisión como aquella. A duras penas recordaba un caso semejante en su manera de comportarse, y de inmediato se produjo en su ser un sentimiento de temor, de duda.
¬ O ¿acaso?.....se preguntaba:
¿Volverá mi amo a las andadas?
 ¿Acaso esté trastornado de nuevo?
Estaba claro que el comportamiento de Don Álvaro no era el normal.
Con paso acelerado, se dirigió Faustina a las cocinas, comunicando sus sospechas a las demás sirvientas de la casa; al verla tan acalorada y preocupada, fueron corriendo a contar lo que sucedía con su amo a los vecinos que no dudaron en acudir al patio de Don Álvaro, con el fin de consolar a la pobre Faustina que no sabía cómo proceder.
Y no tardaron en tomar una determinación.
Para evitar males mayores, Faustina no tenía más alternativa que la de dar aviso cuanto antes, no había que provocar la ira de Don Álvaro, a sabiendas de cómo se ponía cuando caía en este estado y no se cumplía lo que mandaba. Avisar inmediatamente a los que figuraban en aquella lista era lo más aconsejable, visto el estado de ansiedad en que aquél se encontraba.
Dicho y hecho, todos estuvieron de acuerdo en la decisión, en apoyo del ama de llaves. Fueron recorriendo todas las calles de la ciudad amurallada, visitando las casas que correspondían a los señores que se encontraba relacionados en la lista de marras, hasta conseguir informar a todos ellos de la temida invitación.
Esperando con impaciencia la llegada de los invitados, se encontraba Don Álvaro sentado en un sillón de brazos, en uno de los extremos de la larga mesa del salón. No le faltaba ningún atuendo a su flamante uniforme, condecoraciones incluidas; la prenda de cabeza la había dejado de forma ostentosa encima de la mesa,  junto al bastón de mando.
Uno a uno fueron llegando los invitados, y a cada uno que llegaba Don Álvaro se levantaba con ceremonia y le ofrecía sus respetos, al tiempo de indicar el lugar donde habían de sentarse. La perplejidad de los recién llegados se reflejaba en sus caras, no comprendían la llamada de su egregio vecino.
Una vez sentados todos ellos, alrededor de la larga mesa, Don Álvaro inicio  aquella extraña sesión, ante la expectación general. Faustina permanecía oculta tras la puerta medio abierta, pegando la oreja a la madera, mientras las demás criadas y los vecinos permanecían atentos al ama de llaves, ocupando los últimos peldaños de madera, de la escalera que comunicaba con la planta inferior.
Don Álvaro, sin levantarse de su silla.
¬ Señores, ya sé que estáis aquí con la noble intención de darme la enhorabuena. Sé que habéis venido exclusivamente a eso, pero permitirme que no solemnice el hecho de mi nombramiento, hasta que no haya concluido mi plan y del que en muchas ocasiones os he hablado.
He de deciros que tan solo me falta la orden para salir en campaña. Tener por seguro que cuando esta llegue la guerra terminará, acabaré con Napoleón y con todos sus disparates.
¬ ¡Señor! dijo el hombre que se encontraba a su lado, con la intención de interrumpirlo.
  De inmediato Don Álvaro, como si fuera un resorte, se levantó de su sillón y poniendo la mano sobre el hombro de su interlocutor:
¬ Habéis de fiaros de mí, señor,  que para ello soy general, y por tanto como a león en el coliseo de Roma, mi estandarte cual red tremenda, envolverá al águila orgullosa y los gabachos atemorizados no tendrán más remedio que dedicarse a arreglar sartenes o hacer calceta.
Volviendo Faustina la cabeza, hacia los que esperaban noticias impacientes tras de sí, y echándose las manos a la cabeza.
¬ ¡Ay! ¡Dios mío!
Como siga mi amo esta retórica, no quedará en esta casa ningún convidado.
¡¡Están alucinando!!
Don Álvaro que la escuchó, cogiendo el sombrero y su bastón de mando, se lanzó hacia la puerta airado, en busca de la pobre ama de llaves que al instante se arrepintió de su traicionero tono de voz y que no hubiera deseado, viendo como arremetía su amo malhumorado contra ella y contra algunos de los vecinos que la rodeaban que al tiempo que meneaba la cabeza de lado a lado y daba una patada al aire, gritando  más que excitado:
¬ ¡¡Excusas a mí!!... Esto es despreciarme.
Y colocándose nervioso el sombrero, colérico:
¬ Acaso dudas ingrata, de los designios del rey Fernando. Con tu manera de proceder estas insinuando que no te alegras de las disposiciones de Su Majestad, del cual  soy una de los generales más insignes.
Y después de un momento quedó pensando; exclamó:
 ¬ ¡Ya me vengaré cuando tenga el mando! Entre tanto pediré satisfacciones en particular.
¡Ah! ¡Quién estuviera en aquellos tiempos que a la punta de la espada, o al soplo de la pistola quedaba un caballero vengado!
¡Benditos aquellos héroes que hacían valer sus respetos por doquier, hacían valer su honra con la destreza de su puño y con la serenidad de su alma!
 No, decían los villanos, no ofendamos a Don Juan que lleva espada.
Afortunada era la esposa, en la que los tribunales de Justicia dirigían la sentencia, en favor del que vencía.  Ahí están las historias que solucionan los agraviados, luchando por encontrar la razón ante sus jueces.
¡Maldita sea! Parece que ahora tan solo con presentar papeles, se lava el honor.
¡Pues no señor! no estoy dispuesto a seguir el juego a esos mentecatos, a pesar de que ahora las leyes prohíban  los desafíos, no hay nada más natural que un hombre como yo pueda hacer valer su razón, y terminar sus insultos con la muerte del que ofende.
¬ Pero, Señor Don Álvaro, se atrevió a insinuar uno de los invitados, levantándose de la mesa. Yo creo que si siempre en esos casos hubiera perecido el que ofende, nunca se hubiera abolido esa costumbre de batirse en duelo.
¬ Sí señor. ¡Siempre, siempre muere el que agravia! interrumpió Don Álvaro. 
 Por lo tanto. ¿No seré yo el que ha de matar a esos tunantes?
Soy yo el caballero agraviado, todo un general y eso me hace ser el más valiente.
Indudablemente Don Álvaro, había caído en una depresión psicopática de caballo, estaba fuera de sus casillas, esta era la impresión de todos los invitados, de la servidumbre y de todos los vecinos.
Como era de esperar, ante tanta sinrazón y locura, pronto empezaron a desfilar de la casa los invitados, sorprendidos por la situación a que había llegado el hombre que hasta entonces, al menos aparentemente, se había comportada de una manera sensata.
Viendo Don Álvaro que se estaba quedando solo, alzó la voz para decir:
– Pues que, ¿es que no hay otra cosa que insultar a un hombre de mi categoría?  
Soy el agraviado y debo lavar la afrenta el primero.
Caían sobre Ávila chuzo de punta.
Y volviéndose hacia Faustina iracundo, espetó:
¬ ¡Aunque esté lloviendo, me voy!
¬ Pero, Señor. ¿Dónde va, con este aguacero?
                     
                                            
                                                                          II.
 Pasmada quedó la pobre Faustina, viendo como su ilustre amo salía resuelto a reñir con el primero que encontrara, en busca de aquellos que creía que habían despreciado su convite. Resolvió ir tras él, aunque al poco rato se retiró medio consolada, creyendo que Don Álvaro tomaba la dirección de la oficina postal, en busca de alguna carta.
Lo que no llegó a sospechar es que después de haber recogido la correspondencia, Don Álvaro, se dirigiera, a través del mercado chico y tomar  la calle en cuesta que iba hacia la salida sur de la muralla al puente del río Adaja, al encuentro del caballero Cepeda, un comerciante, hombre de paz y persona muy conocida entre sus convecinos. Lo encontró a la puerta de su comercio, refugiado bajo el porche, evitando el aguacero que trasformaba la calle embarrada en un afluente del río Adaja.
Al ver llegar con paso acelerado a Don Álvaro, tratando de refugiarse de la lluvia con su singular sombrero, se levantó de su silla de mimbre.
¬ ¿Qué le trae a vuestra excelencia, por aquí?
¬ Quiero hablar con Vd. Sr. Cepeda, destocándose Don Álvaro el  sombrero, al tiempo que hacía una ligera genuflexión.
El comerciante un poco extrañado de que le abordase tan aceleradamente, contestó:
¬ Por supuesto Don Álvaro. Vd., dirá.
¬ Me puede decir ¿Qué motivo le ha obligado a no aceptar mi invitación?
 ¬ ¿A qué invitación se refiere Vuestra Excelencia?
¬ ¿Es que acaso no ha ve venido mi criada Faustina a esta casa, con tal misiva?
¬ Sepa Don Álvaro que desde las ocho de la mañana estoy despachando y aún no he tenido tiempo de abrir el correo.
¬  Que conste Señor Cepeda que la excusa le sirve de momento, para que no le pida una satisfacción por el agravio.
¬ ¡Pero, Don Álvaro!..........
¬ ¡No hay pero que valga!
Hoy, han de ser víctimas de mi orgullo agraviado la mayor parte de los que he invitado a mi casa, y de todos aquellos que no lo han hecho después de recibir mi invitación.
¬ Pero ¿Que le sucede a Vuestra Excelencia?
¬ No me sucede nada, pero muy pronto se enterará de que se han de encomendar a Dios, cinco o seis muertos.
¬ Bendito sea Dios ¿Y quiénes son? preguntó el caballero Cepeda, aturdido.
Aparentando toda la calma del mundo, Don Álvaro.
¬ Vd., lo sabrá cuando me vea volver del campo del honor señalado, acompañado de mis padrinos, testigos y con todo el aparato y ceremonia correspondiente.
No saliendo de su asombro el caballero Cepeda, exclamó:
¬ Señor, por Dios que esto ya no es de recibo. ¡Que esto está prohibido!
¬ Ha de saber Vd., y los demás  que eso me preocupa muy poco.
¬ ¿Cómo que no le preocupa? ¿Acaso Vuestra Excelencia, piensa por un momento que le van a aceptar tales desafíos?
 ¬ No tendrán más remedio.
En esto estaban, cuando apareció por la calle embarrada donde se encontraban, un viejo amigo del caballero Cepeda, Don Cipriano, a la sazón  maestro de escuela, al que hizo señas para que se acercara, en momentos que el aguacero había amainado.
¬ Hola, Don Cipriano.
¬ Buenos días. ¿Que desea Don Julián? 
Buenos días Don Álvaro.
¬ Pues verá,  aquí Don Álvaro se encuentra muy incomodado con ciertos sujetos que al parecer.....
¬ ¡Me han insultado! interrumpió el general iracundo, al tiempo que abría los brazos, con gesto de indignación.
¬ No me extraña. Tiene razón para estar ofendido, dijo el señor maestro. Que a cada uno se le de lo que le corresponda.
¬ ¡Sí señor! No hay otra manera que con un balazo, dijo Don Álvaro, o medir la anchura de su pecho con mi espada.
¬ Déjese de esos pensamientos, dijo Julián Cepeda.  Ahora ya no son tiempos de desafíos.
¬ ¡Desafíos! Interrumpió Don Cipriano.
¡Que disparate!
Pero hombre ¿Dónde va Vd., a parar?
Eso que proclama ya es agua pasada, pertenece a tiempos en que los fuertes se encumbraban sobre los débiles y........, cuando la razón y el respeto estaban en la punta de las dagas.
¬  Eso, eso. La razón y el respeto están en la punta de la daga, dijo Don Álvaro presuroso.
¬ ¡Por Dios! Señor. Le respondió el maestro. El talento, la reflexión y la inteligencia, han puesto en manos de los hombres los medios de castigar al malvado y de corregir las perversidades; la religión ha ayudado con su doctrina de paz a desvanecer la semejanza que el hombre tenía con las animales, pero a más abundancia, puedo decir que en el desafío se mataban los hombres, sin razón humana y  a sangre fría.
Desde que la sagacidad de los sabios distinguió el instinto de las criaturas, se conoció la aversión que con sano juicio tiene el hombre a la muerte.
Es verdad que muchas veces nos exponemos a ella, pero es inadvertidamente y así, cuando apenas conocemos que al hacer una cosa nos ponemos en peligro de morir, pronto nos apartamos de ello.
¬ Así es, efectivamente Vd., piensa como un buen militar. Sí señor, dijo Don Álvaro.
Contestó Don Cipriano
¬ Nada de eso Don Álvaro, eso es otra cosa. Los soldados se agrupan en unidades disciplinadas en fuerza, para resistir y sacudir el yugo que intenta imponer el enemigo que atenta contra la independencia y soberanía de las naciones, contra el pueblo soberano y contra caciques y tiranos.
Y si para lograr estos fines se exponen a la muerte, reconocen que es un deber sagrado el que desempeñan y por ello exponen su vida; pero exponerse a la muerte a sangre fría, ante la bala que le ha de empujar al sepulcro, como Vuestra Excelencia está dispuesto a que se haga, es de tal disparate que no tiene ni pies ni cabeza.
Don Álvaro no podía creer lo que estaba oyendo, cambiaba de color ante las palabras del maestro de escuela. Estaba completamente incómodo. En sus ademanes y posturas se notaba que quería intervenir y cortar de inmediato la contestación de Don Cipriano; tenía que hacerlo y demostrar que aún estaban vigentes los desafíos, pero  su interlocutor seguía con su retahíla.
¬ Mire Don Álvaro, todos o la mayor parte de los motivos que ocasionaban los duelos, nacían del acaloramiento, una acción, una palabra, o una noticia que producía en la mente de un fulano cierta exaltación que si la creía capaz de herir su honra, entraba en posesión de un odio incapaz de controlar, sino era por medio de la venganza.
Estos son arrebatos de cólera, a que todos estamos sujetos en mayor o menor medida, son prontos en esencia, y lo mismo que aparecen son, de igual modo, pronto en desaparecer.
Es cierto que algunas veces permanecen y son más persistentes, haciendo que sea más profunda la herida, pero no tanto que el bálsamo del tiempo no pueda curar.
De ahí la recomendaciones de los tribunales de Justicia, en el sentido de inducir a la calma en aquellos que se sienten ofendidos.
Y si no ¿Cuantos hay que en el primer impulso de sus sentimientos se matarían y que al poco tiempo, vemos que se están hablando con la más íntima amistad?
¬ Sea como fuere, no cejaré en mi empeño, interrumpió Don Álvaro.
Además, en un corazón tan noble como el mío que merece la confianza de Su Majestad, indeleble ha de ser su carácter.
¬ Vamos, vamos, señor mío dijo el caballero Cepeda, que es muy malo hacer pelear al que no tiene ganas. Los hombres hoy ofendemos, mañana reflexionamos y nos arrepentimos y al agraviado no le queda más que el enojo. Motivo insuficiente para batirse.
Por esto hizo muy bien la ley, prohibir semejantes sandeces.
¬ No me vais a convencer de lo que pienso, no me parecen vuestros alegatos suficientes pruebas para que me demuestren lo contrario, dijo Don Álvaro, airado.
No lo dude Vd., Don Cipriano, no me queda otro remedio que el batirme.
¬ ¿Insiste Vd., señor mío? respondió el maestro.
El hombre debe perdonar.   
 ¿Cómo me obligaría  Vuestra Excelencia, a un duelo si le hubiese yo agraviado?
¬ Por la fuerza.
¬ ¿Y si yo no la aceptara?
  ¿Y si reflexionara la falta ante mis hijos y esposa y sus consecuencias?
¿Y si yo quisiera volver otra vez a la amistad con Vuestra Excelencia?
 ¿Y si yo realmente no hubiese pensado en ofenderle?
¿Cómo quiere  que en tales casos admitiera yo el desafío?
Supongamos que al tiempo que yo le ofendiera, me arrepintiera de inmediato y le pidiera disculpas, procurando sacarle del enojo y ofrecerle brindar, porque no se rompiera nuestra vieja amistad.
 Y al tiempo que abría la pitillera, para tomar un poco de rape y esnifaba…
¬ ¿No se vería, obligado con estas u otras señales de humillación, a hacer las paces conmigo?
¬ No Señor, replicó Don Álvaro, al que me deshonra y al que me insulta......
Un estornudo de Don Cipriano suspendió su palabra y otro más a continuación le puso de mal humor.
¬ Ve, Don  Álvaro.
¿Y por esto, acaso se siente ofendido?
¿Jamás me iba a perdonar, si volviera a estornudar de nuevo?
Además, Vuestra Excelencia también me daría satisfacción si estornudase.
Pues.......
Estornude. ¡Estornude hombre! no se prive de nada y riña con quien simpatice con sus ideas tan extravagantes.
¡Hombre! esto es inaudito.
Entremos Don Julián, este hombre es intratable, mira por donde nos sale.
Y dando la espalda a Don Álvaro, desaparecieron de la calle entrando en la tienda, dejando al general más solo que a la una que reflexionando…
¬ ¿Es que acaso no me entienden?
¿Por qué se empeñan en no aceptar y rebatir mis ideas?
Que empeño tienen, en no dejarme tomar la satisfacción honrosa de los desacatos que se me hacen.
Sin duda, no saben lo que significa ser general; lo que implica....
¿Cómo serán capaces de dejarme  en este estado?
¿Cómo se atreven a volverme la espalda?
Desde mañana saldré a la calle con todas mis galas y que anden con cuidado todos los que no me manifiesten el decoro que se debe a un privado de Su Majestad. De lo contrario conocerán la razón del filo de mi espada.
Ahora haré muy bien en retirarme, se están poniendo intransitables las calles y en casa me está esperando a la hora en que comen los sujetos de mi rango.

                                                                 III.
Obnubilado con suposiciones sin cuento, cayó Don Álvaro en estado de éxtasis durante toda la noche, una noche de gloria, esperando el día siguiente para enfundarse con todos los atavíos, galas y colgaduras y presentarse en el palacio del Gobernador, convencido de que éste estaba en el secreto, a sabiendas que Su Majestad el rey le había elegido para ser su capitán general.
La mente de Don Álvaro, se había adueñado de la idea que toda la ciudad estaba en conocimiento que el nombramiento ya había llegado;  que el Gobernador ya tenía  la comunicación oficial de la orden de la entrega del mando, pero como era amigo de hacer las cosas por sorpresa, creía que quería darle en persona la grata nueva, y todos lo sabían.
Ensimismado, paseaba Don Álvaro entre el mercado grande y el chico.... 
Unos muchachos que cruzaban a su altura, al ver estornudar a Don Álvaro, exclamaron:
¬ ¡Jesús! 
 ¡Viva el general!
Y Don Álvaro, mentalmente,..….
¬ No me cabe la menor duda de que estos chicos saben de mi nombramiento.
 Estos reconocimientos en público por parte de la chiquillada, me demuestran que están en el ajo. No hay duda que también ellos lo han oído, pues cuando ellos lo han oído y no yo, es prueba evidente que todos están en el secreto de darme la grata sorpresa.
¡Qué impresión habrá hecho en Su Majestad mis méritos!
Hasta lo propagan ya los chiquillos.
Pero.... ¿Habrá llegado ya el emisario regio, con la confirmación por escrito?
Pronto lo sabré y el día que llegue, saldré a recibirlo. Entonces con él me iré a decirle al señor Gobernador que ya sabía la noticia de antemano, y sobre la marcha le pediré que me cite el día en que deba yo presentarme con todo mi acompañamiento y...
¡Qué día tan memorable!..
Sin duda, será acogido esto con gran regocijo;  toda España lo tendrá a bien, los catalanes, los castellanos, vascos, asturianos, gallegos, navarros y.... en fin, a todos, a todos los españoles les interesa…
Sí señor, a todos interesa mi nombramiento.
En el mercado chico se concentraban la mayor parte de las tiendas de la ciudad, donde se vendían y compraban toda clase de artículos y mercancías. Delante de cada puerta y tenderete, era habitual encontrarse un círculo de curiosos en el que se pasaban unos a otros las noticias que entonces circulaban. En el ancho bulevar central, a todas horas había una multitud de hombres y mujeres esperando hacer sus trueques.
En sus conversaciones, había cierta preocupación por las circunstancias por la que atravesaba España, al mismo tiempo que manifestaban su entusiasmo y lealtad hacia Fernando VII. Las noticias que llegaban sobre los desmanes franceses y la incertidumbre de aquella situación política.
Hasta que dejando Don Álvaro la calle por donde paseaba desde la catedral, entrando en la plaza, comenzaron aquellas gentes a adoptar otras posturas. Su aparición, cubierto con todas sus honoríficas prendas, bastón en mano, orgulloso y altanero, suscitó la atención general y dieron rienda suelta a la naturalidad.
¬ ¡Mirad quien viene por ahí! Exclamó alguien de uno de los corrillos.
Fue tal la sorpresa que llevaron que quedaron atónitos los concurrentes ante tal visión, y de la que ya se hablaba largamente en la ciudad.
¬ ¡Qué es esto! ¡Vive Dios! dijo uno conmocionado por la compasión que le transmitía aquel hombre, poseído de graves manías a que le había conducido la fe ciega de sus extravagancias.
¬ Buenos días señores, dijo Don Álvaro con toda la seriedad y solemnidad que uno pudiera imaginar
Aquí tenéis a vuestro general.
Las carcajadas que se escucharon en los corrillos, fueron tan contagiosas  que llegaron incluso hasta los paisanos que se encontraban más alejados del lugar de la aparición. Movidos por ellas, acudieron en tropel los que se encontraban en las calles adyacentes, en busca de origen de tanta risotada.
Aquellas fueron en aumento y el espacio público se convirtió en un circo. Se mezclaban con los vivas al general, mientras él saludaba a los nuevos espectadores; la figura de Don Álvaro aparecía entre aquellas gentes, haciendo gala de su palmito por toda la plaza y, como si de una marcha triunfal se tratara, era transportado en hombros, por unos cuantos porteadores que le paseaban de aquí para allá de tal guisa. En su rostro se denotaba la satisfacción que sentía, al ser aclamado por sus conciudadanos.
Las gentes se asomaban a las ventanas, tiraban flores y aclamaban continuamente al general.
¬ Gracias, gracias, repetía Don Álvaro que con el sombrero en la mano, dirigiéndose hacia los que le aclamaban desde los balcones, devolviendo los saludos, y al tiempo que decía a los porteadores.
¬ ¡Ya es bastante! ¡Señores, ya basta! 
 No conseguía que le dejaran, dado el entusiasmo con el que le recibieron. Sus ruegos no se escuchaban y no es que no se oyeran, es que no querían dejar de divertirse. Hasta tres vueltas dieron a aquella plaza del mercado chico, para subir después por la calle que desembocaba en la catedral  en olor de multitudes, hasta que por fin, cansado uno de los porteadores de soportar tan tremendo peso, se vio vencido, y….
Don Álvaro, acabó recostado sobre una de las puertas de madera que se encontraba mal cerrada; el peso de su oronda figura, hizo que al derrumbarse cediera y se abriera de repente, dando de manera estrepitosa de espaldas sobre las frías losas del suelo del zaguán de entrada a la casa y exponiendo grotescamente su rechoncho trasero.
¬ ¡No se preocupe Don Álvaro!, le gritaron al tiempo que alguno de los allí acudió presto a ayudar, e intentaron incorporarle dándole la vuelta, como si de un grueso tronco se tratase, consiguiendo su propósito tras un esfuerzo de titanes.
Y viendo que sus piernas se habían quedado fuera del portal, se las levantaron y los mismos que le habían llevado en volandas, hicieron girar su cuerpo hasta conseguir meterlo enteramente en el portal, para cerrar tras la puerta tan enojosa, malograda  y triste figura.
No repuestos de lo que en el interior le había sucedido al general y viéndole en tal lamentable estado, se apresuraron de decirle:
¬ Nada, nada, no ha sido nada.
Tan solo un pequeño resbalón.
Como Vuestra Excelencia, es tan pesado, no se ha podido remediar.
Aunque si Su Excelencia hubiese sido más  firme......
¬  Estaba desprevenido, dijo Don Álvaro, quejándose.
¡Mi cabeza!...
¡Ay! Si no me puedo levantar.
¬  No se preocupe. No tiene nada. Está perfectamente, le dijo uno de los inquilinos en los que el general había fijado su mirada, indicando una amistad condicionada.
Percatándose Don Álvaro que alguno de ellos le había reconocido, y con el fin de evitar que proclamaran a los cuatro vientos aquella situación tan jocosa en la que se encontraba, les dijo:
¬ Le encarezco que no hablen de lo que ha ocurrido en este zaguán, lo que verdaderamente importa es que me ayuden a recuperarme.
Tener en cuenta que todo lo que ha sucedido, no es más que la explosión de todo un pueblo que vitorea a uno de los grandes de España.
Volvió a insistir a otro de los que le había reconocido, a fin de evitar que aquella escena le fuera embarazosa e insistió:
¬ Olvídense de este percance, en este momento lo que importa es que me ayuden a llegar hasta la sala interior, para recuperarme del golpe. Lo que ha sucedido no son más que gajes que la alegría del pueblo suele ofrecer, cuando vitorea a un  hombre de mi categoría.
¡A la sala! ¡A la sala! llevarme a la sala, dijo con autoridad.
Surtió efecto aquella voz de mando y viendo que era de tal modo respetado, favorecido y obsequiado por los señores de la casa, en medio de aquella agitación alegre con que se le vitoreaba, le vino entonces el dolor que le había producido la caída. Aquella contrariedad le anulaba y atormentaba, y pensando en el sentimiento y rubor de verse derribado, les dijo:
¬ No sé lo que me pasa señores.
 Y mirando a las señoras:
 Les estoy muy agradecido, al tiempo que tocaba su cabeza....
Dolorido: pero.....            
 ¿Dónde está mi sombrero?
        ¬  Aquí está, dijo uno.
Poniéndoselo, continuó:
¬ ¡Qué barbaridad!, aplaudido y......., despreciado.
¬ No señor. Nada de eso, dijeron al unísono los dueños de la casa.
Don Álvaro, haciendo una leve inclinación con la cabeza, continuó:
¬ Es preciso que me den una explicación.  Les agradezco el entusiasmo con que todos me acogen; y para que mi placer sea cumplido, no tengo más remedio que exigir la satisfacción debida al caballero que fue la causa de mi caída...., pues tal acción no me cabe duda que fue intencionada.
¬ ¡Pero, Señor! Si el pobre ya no podía con el peso de Vuestra Excelencia, demasiado esfuerzo para tan alfeñique paisano......
¬ Que confundido estáis.
El que no se ha esforzado, continuo Don Álvaro, merece ser castigado, por haber expuesto a tal peligro a una persona tan relevante como yo.
Interviniendo otro de los allí presentes…
¬ Pero, ¿No comprende Vuestra Excelencia que lo que ha sucedido ha sido una cosa inesperada, sin relevancia?
Don Álvaro, incorporándose furioso del asiento que le habían dispuesto, le contestó airado:
¬ ¡La espada o la pistola, le harán ver el resultado de la casualidad!
¬ ¿A mí?
¬ ¡Sí! ¡A Vd.! Siguiendo en el mismo tono de voz, al tiempo que desnudaba su mano derecha y lanzaba el guante al suelo que cayó violentamente delante del pobre ínclito.
¬ ¡Si Señor!, a Vd., que defiende a mi contrario, pues así debo llamar al que me derribó.
¬ ¡Elija de inmediato su  padrino!
¬ ¿Está vuestra señoría en sus cabales?
Los ojos de Don Álvaro salían de sus órbitas y una mirada fija, fría y amenazadora clavada en los presentes en la sala, inundó la estancia, al tiempo que una señora intentaba calmarle en su actitud.
¬ Cálmese Don Álvaro, lo único que quiere este pobre hombre es que las cosas sigan el curso normal, el de los tribunales de justicia, no cabe duda que serán los jueces quienes citen a aquel que le halla agraviado.
Lo normal es que las cosas sigan por el orden justo, por el orden que le corresponde,  ¿No le parece?......
No lo logró; con gesto enérgico Don Álvaro obligó a la mujer a sentarse, descorazonada al ver frustrado su intento de hacer entrar en razón al desequilibrado general.
¬ ¡No señora! No.
Esto no es un asunto de jueces.
Los insultos de esta clase a personas de mi categoría, se discuten con la espada.
¡Lo digo yo y basta! ¡O con la pistola!
Aun así, la mujer volvió a la carga, dando muestras de su valentía.
¬ ¡Eso no es ni más ni menos que un duelo! Señor
¿Es que acaso los quiera Vuestra Excelencia resucitar ahora?
¬ No señora, sino hacer lo que se debe hacer.
¬ Pero, señor, dijo uno.
Eso ya pasó a la historia, lo repudió la sociedad, lo prohibió la ley, y todos los hombres sensatos acogieron con satisfacción la abolición de una práctica de tan bárbaras costumbres.
¿Y dice Vuestra Excelencia que no es resucitar?
        ¬ ¡Maldita sea! Con quien tal piense ni desee....
Don Álvaro que no cejaba en su empeño, enfrascado en sus ideas.
¿Acaso es bárbaro que lleve espada el caballero, para sostener con ella la dignidad de su sangre?
 ¿Con que mayor tesón, se pueden respetar los blasones?
¿Cuánto respeto nos infundía un señor cuando con su espada impedía que alguien le ofendiera?
¿Acaso no era heroico, cuando en duelo sostenía el caballero el honor de la familia?
¿Acaso no era hermoso el sonido del batir de las espadas que aquietaba los rencores, deshacía los agravios, e imponía el terror a los espectadores que miraban tales escenas con respeto, y donde el hacer majestuoso de los padrinos, severos directores de la honestidad de la lucha, arbitraban los desafíos?
¿Es que no se henchía de satisfacción el caballero que miraba a sus pies a su  contrario, rendido?
Decirme Señores ¿Por qué han de estar estos actos prohibidos, por los cuales  se abstenía el cobarde de poner en sus labios la más mínima expresión de ultraje, contra quien creyera más bizarro y arrogante?
El que no era hombre de llevar espada, no la usaba.
¿No eran costumbres adecuadas al carácter de los españoles?
¬ Muy bien, contestó el mismo residente de la casa.
Pero no me negará vuestra señoría que el más preparado lleva todas las ventajas, en estos combates, y por consiguiente no siempre ha de vencer el que tuviese la razón.
Como muy bien ha de saber, este fue uno de los motivos principales por los que los duelos fueron prohibidos, y no le quepa duda a Vuestra Excelencia que hasta el fin de los tiempos, habrá un clamor generalizado de las gentes de este mundo que se enfrente a cualquier disposición que pudiera tomarse, en el sentido de tolerar o autorizar tamaños desatinos, o cosa que se les parezca.
Aquellas costumbres obligaban a los jóvenes a instruirse en el manejo de las armas, origen latente de numerosos asesinatos y que aún, después de ser prohibidas las espadas, aparecieron sustituyéndolas las navajas, con lo que se extendió su manejo a todas las capas de la sociedad.
¬ ¡Nada, nada! No me cuenten Vds., historias. Volvió a intervenir el general.
¡Para esto están las pistolas!
 Insistiendo el residente de la casa:
¬ ¡Otra arma que tal, o peor!
Peor Señor, estas armas solamente deben ser usadas por los militares y en campaña.
¿Qué era eso de permitir que un hombre que no estuviera en sus cabales, se presentase a provocar un duelo a otro aunque estuviera sereno y que éste, por mor de no ser tenido por cobarde, había de admitir el desafío?
¬ Pues, porque el hombre esforzado  no quiere vivir deshonrado, dijo el general.
¬ Don Álvaro ¡Para esto están los tribunales! nadie debe tomarse la justicia por su mano, le volvieron a insistir.
Mataría Vuestra Excelencia cara a cara y con.......
Eso es constituirse en asesino.
¬ ¡Esto es una ofensa, caballeros! Dijo acalorado Don Álvaro, levantándose de repente y alzando las manos al cielo.
   Las señoras le asieron rápidamente por los brazos, y una de ellas dijo:
¬ Guarde Vuestra Excelencia la calma, señor general.
¡Escuche hombre de Dios!
Don Álvaro, así lo hizo, dirigiendo hacia ellas una mirada enternecedora:
¬ Perdón, señoras…..., ya me siento.
Disculpen.
Otro de los allí presentes, dijo entonces, con tal de seguir la corriente al general en sus delirios:
¬ El señor General debe batirse, digan lo que quieran las leyes. Yo, como padrino de Vuestra Excelencia  voy a pedir satisfacción, al primero que le ofenda.
¬ ¡Bravo! Eso es lo que se debe hacer, contestó el General.
 Al menos, aún se encuentra en esta casa algún hombre juicioso.
Las señoras  se conmovieron y mientras Don Álvaro trataba de sacarlas de su error y procuraba tranquilizarlas, haciendo elogio de los duelos, los demás se pusieron de acuerdo en condescender, hasta ver en que paraba aquellas alucinantes ideas.
A su vez, las señoras trataban de llevarle a su terreno:
¬ Don Álvaro, será una lástima verle teñido con vuestra propia sangre, si va a dar con un adversario más diestro; además….  su obesidad.
¬ ¡Tanto mejor!
¡Que gloria mayor para un sujeto de mi clase, borrar con su propia sangre la ofensa!
Estoy deseando tal sacrificio aunque, a decir verdad, estoy seguro que a mí nadie me puede herir ni desarmarme y, en cuanto a pistolas, tengo los sentidos tan agudos que aún con los ojos vendados, pongo la bala donde quiero. Y acaso....
¿Cómo iba yo a aceptar tan honrado destino que Su Majestad me ha otorgado, si no fuera por mi apasionada disposición a las armas? 
Una voz interrumpiendo, anunciaba que el Gobernador, Don Práxedes de la Calva se dirigía a lugar y se  encontraba ya en las inmediaciones. Todos creyeron, ciertamente, que iba a informarse de todo el tumulto que había sucedido en la ciudad y salieron al punto a recibirlo.
Claro, todos menos Don Álvaro, persuadido de que el Gobernador iría a buscarle para comunicarle la orden de su nombramiento, enviada desde la Corte.
De ahí que se levantara inquieto, para recibirle e inmediatamente hacerle una gran reverencia.
¬ Señor Gobernador, no tenía por qué molestarse en venir a verme. Precisamente iba yo en su busca y si no fuera por estas circunstancias y mí caída….
Don Práxedes, se sorprendió al oír estas palabras y pensó que Don Álvaro se  refería al hecho de ir a quejarse por el trato humillante que había recibido en la calle.
¬ No se preocupe Vd., ya me enterado de todo y en todo estoy de acuerdo.
 En mi mano están los informes y todo se solucionará de la mejor forma.
Excitado y procurando no exteriorizar la emoción, Don Álvaro
¬ ¿Quizás mañana, señor Gobernador?
 ¬ Sin lugar a dudas Don Álvaro, quedará Vd., satisfecho, le contestó Don Práxedes.
 ¬ ¿A qué hora llegó el correo, señor Gobernador?
 El Gobernador, nuevamente sorprendido, no entendía la pregunta y por un momento se quedó callado, momento que aprovechado por uno de los presentes y con el fin de seguir con la charanga perpetrada, dijo:
¬ El señor Gobernador está enterado de todo, aunque el correo no llegara hasta mañana por la tarde.
¬ ¿Ya está todo preparado para cuando llegue? preguntó el General.
¬ Por supuesto, respondieron todos a una, al tiempo que a hurtadillas, se miraban unos a otros.
 El Gobernador  atónito, no entendía muy bien lo que estaba ocurriendo y salió de la estancia sin dirigir ninguna otra palabra a Don Álvaro, al tiempo que hacía una señal a uno de sus funcionarios para que se advirtiese a los inquilinos de la casa que no se le perdiera de vista, hasta ver que se habían retirado del todo los grupos de viandantes que aún quedaban en la calle.
Dijo entonces Don Álvaro, mientras se arreglaba un poco el ropaje, y se dirigía a la salida.
¬ Caballeros. Voy pues a prepararme.
¬ Espere, dijo uno, tratando de retener  a Don Álvaro, y dar tiempo a que se despejase la calle.
 Aún es temprano.
¬ Lo siento pero, no puedo estar aquí un minuto más.
Ya habéis oído, el señor Gobernador, me está esperando para ponerme en antecedentes.
¬ Al menos, espere un rato, a que se recupere del todo.
El Gobernador no iba ahora a su casa, se dirigía a la casa consistorial para arreglar unos negocios urgentes.
Consiguieron los inquilinos que se quedara en la casa, aunque Don Álvaro, no dejaba de hablar, tomando de nuevo la conversación que habían dejado pendiente.
¬ Bueno, recapitulemos señores
¿Dónde estábamos? Debe ser ya tarde.
¬ Señor General nos ha convencido por completo, Vuestra Excelencia tiene razón.
Ha de saber que todos nosotros nos ofrecemos con sumo placer, y también acompañarle al campo del honor.
 Esperamos que Vuestra Excelencia se acuerde del servicio que le prestamos y nos dé un buen destino dentro del ejército. Cuente con nuestros brazos y.....
¬ Muchas gracias, señores.
 Estoy satisfecho.  Esto que estoy viendo me deja aliviado, contar en torno a mi egregia persona a esta porción de voluntarios denodados, es un gran motivo de orgullo.
Por supuesto que vais a tener en mí las mayores prebendas y grados, seré vuestro padrino a la hora obtener destinos.
¬ ¡Seremos su estado mayor!
Diciendo el que se había ofrecido anteriormente.
¬ Siempre estaré a vuestro servicio y me ofrezco como padrino, si acaso entráis en duelo,
Y viendo cómo se seguía abusando del estado de demencia de Don Álvaro, una de las señoras les dijo:
¬ Ya es suficiente, dejarse ya de todo esto.
Ante lo cual Don Álvaro,….
¬ No, no, dejarlas que se expresen con toda sinceridad.
Estábamos precisamente tratando de  eso.
Refiriéndome a lo que antes decía, es muy bueno que un hombre de mi estado tenga un padrino que también le sirva de consejero.
¬ Pero, no siga Vuestra Merced con las mismas. Debe aceptar Vuestra Excelencia que los desafíos ya están prohibidos, decía de nuevo la señora.
¬ Señora, este caballero será mi padrino.
¬ Gracias Don Álvaro, me siento muy honrado.
¬ Ya está bien, dejar de hablar el mismo tema, dijo otra de las señoras.
¬ Nada de eso, esto no puede dilatarse más, interrumpió Don Álvaro.
Es necesario que un hombre de mi alcurnia tenga, como padrino de duelos y desafíos, a una persona que a la vez sea su consejero.
¬ ¡Pero hombre de Dios, Excelencia le insisto que esas cosas están prohibidas!
¿Por qué no hablamos de otros asuntos?
¬ Mire Señora. Aunque el duelo se haya prohibido, tácitamente es reconocido para los hombres de nuestra categoría que nunca debemos consentir que nadie nos incomode.
¬ Pues fíjese bien, aunque así lo crea, ya se han desterrado tales ceremonias y se olvidaron esos manejos.
Nadie, por mucho que insista, está en estos tiempos de acuerdo con sus teorías caducas y cuyos métodos ya nadie conoce.
¬ Nada, nada. Espetó el General
Señora, digan lo que digan, les pondré a vuestras mercedes al corriente.
Supongamos que llega uno y me ofende, comprenderán que ineludiblemente tendré que exigirle satisfacción.
Pues bien, o le mando a hacer gárgaras, o bien van los padrinos a decirle que satisfaga mis agravios.
Cosa que tendrá que admitir, para a continuación establecer la hora, elegir arma y dar la señal.
De ahí que a la hora señalada, llegaran los agraviados al lugar de la reunión, montados en calesa o a lomos de sus cabalgaduras, eso da igual; una vez que se ha llegado al  campo del honor, se colocan los duelistas, exactamente donde los padrinos hallan dispuesto, antes de dar la señal.
Entonces los contendientes se han de enfrentar hasta la muerte o hasta que uno de los dos resulte herido, o hasta que los padrinos se ponen por medio, caso de que algunos de los contendientes infringiesen alguna de las reglas del desafío.
Es en este momento, por el derecho que les confiere, cundo darán por finalizada la lucha y solamente en el caso de que alguno de los duelistas incumpliera alguna de las reglas del desafío, se podrían por medio.
Le interrumpió la última señora que intervino:
¬ Y diga Vuestra Excelencia. Después de toda esta puesta en escena y resultado consiguiente, ¿Cree que se van a olvidar agravios y desagravios?
¿Que se quitan de las pasiones del hombre, el odio que la antipatía produce en los corazones insultados?
¿Que el disparo de una pistola, desvanecería jamás el sentimiento de haber robado de un cuerpo  un alma noble?
¿Bastará, acaso, la sangre de mil valientes para calmar la cólera rabiosa que produce en un padre que mira asesinado al hijo que idolatra?
Me dirá que no.
Detesto tal costumbre y le digo que es inútil el desafío, pues con este modo de entender la justicia, solo obtenía el homicida un cadáver.
¬ ¡Venga ya, Señora! no siga Vd. por esos derroteros....., dijo el General.
No hace más que interrumpir mi explicación.
Señora verá que es bueno el duelo, una vez yo se lo termine de explicar....
Mire Vd., los padrinos acudirán también cuando conocen que uno está vencido y que el otro intenta valerse de la ocasión para que, supongamos, si por la derecha o por la izquierda tiene uno la espada así...
Don Álvaro tomó su bastón y comenzó a tirar tajos y reveses, como si de un juego de florete se tratara, haciendo los movimientos con tal precipitación que hacía se fueran apartando todos de sus trayectorias, mientras decía.
¬ No se preocupen caballeros.
Que esto os sirva de lección.
¿Que sería si fuese de esta manera?
Miren vuestras mercedes, esta es la cortesía o saludo a la inglesa; ésta a la prusiana; esto a la holandesa y esto a la portuguesa...
Estaba en estos acalorados y fatigosos lances explicativos, cuando haciendo la demostración
¬ Y esto es a la.....
Apareció al punto,  una moza.
¬ …. ¡Española!, mi General, dijo dándole un escobazo en la espalda, y desapareciendo de inmediato.
 La estancia se llenó de risotadas y carcajadas, desternillándose los allí presentes reían a mandíbula batiente, mientras el preceptor del espaldarazo, viendo que nadie le atendía, ni respetaba, se levantó con gesto desdeñosos y dijo:
¬ ¡Me voy!
¬ No se vaya, Vuestra Excelencia, le dijo alguien conteniendo la risa.
Y Don Álvaro despareció malhumorado de aquel escenario, cerrando la entrada con un tremendo portazo.

IV.
Don Álvaro había salido muy enfurecido y gesticulando de aquella casa, y eran tales sus prisas que tropezó contra una de las piedras que sobresalían del barrizal de la calle y de milagro se libró de dar de bruces en el suelo, saliendo a trompicones, murmurando en alta voz.
¬ ¡Voto a bríos!
No volveré a salir sin escolta, mi categoría me impide salir a las bravas, dado el prestigio que he adquirido.
Tengo que reprimir de alguna manera estas aclamaciones tan entusiastas, pues ya he comprobado que pueden ser peligrosas para mi integridad    Pero....
¿Cómo podría yo contar con una escolta, sin haber recibido aún la orden de la Corte?
De todas formas, creo que esta no puede tardar. No tendré, sin embargo, más remedio que esperar, aunque soy consciente que los días han de pasar con cierto riesgo, debido a mi popularidad.
¿Habrá llegado ya la dichosa orden?
¿Acaso me intentan ocultar su llegada?
¡Ah! no ¡Esto no lo conseguirán!
Me erigiré en atalaya en las vegas, oteando los caminos. La carrera de postas suele llegar con puntualidad, sobre las tres de la tarde; me adelantaré y saldré a su encuentro con la antelación suficiente, ya sea hoy o cualquiera otro el día que llegue el emisario real.
Los muchachos me trataban ya como si fuera el General de los ejércitos. Eso quiere decir que el Gobernador ha dado órdenes para que la gestión se lleve con el máximo secreto, puesto que se esperan las noticias de un día para otro.
Me hace pensar que será mañana, el día que llegue con el comunicado.
He decidido salir a su encuentro, al camino de la ermita de Nuestra Señora la Virgen de Sonsoles, por donde llega la carrera desde la Villa y Corte.
Esperaré tranquilamente la diligencia, sentado en uno de los bancos de piedra de su patio,  mientras mi buen caballo Rociero se entretiene en los pastos.
Y así fue como hasta el lugar llegó Don Álvaro, e impaciente esperó la llegada del carruaje. Estaba nervioso, tan pronto se levantaba de su asiento, como se incorporaba sobre pared de piedra que rodeaba el recinto, tratando de otear en el horizonte el polvo que levantaban los cascos de los caballos. 
Y pasó más de una hora y más de dos......
 Los gritos de una pandilla de muchachos que jugaban a dréas, imitando una batalla, tirándose piedras unos a otros, hicieron que por unos momentos el General se olvidara de su asunto y dado su carácter castrense, no pudo por menos tratar de averiguar la táctica de combate que estaban empleando.
    En principio, observó que aquellos treinta mozalbetes, se habían organizado en tres pelotones, dispuestos de a dos en fondo y habían tomado posiciones,  defendiendo de esta manera, un montículo que se encontraba pasado el camino, frente a la ermita.
Atrincherados, lanzaban cantos sin orden ni concierto, sobre otro bando de otros tantos individuos que se habían dispuesto en cuatro pelotones, a su vez, parapetados detrás de unos pajares, situados en el exterior de unas casas de labradores del valle de Amblés.
 Desde luego, dada su experiencia como militar de alta graduación, Don Álvaro, desde el primer golpe de vista, se dio cuenta que estos últimos se encontraban en situación muy comprometida.
 La desventaja era evidente, aunque los parapetados en los pajares se esforzaban en ganar posiciones, tratando de tomar la colina, los defensores de ésta arreciaban con sus pedradas las cabezas de sus enemigos y de vez en cuando, un sonoro y lamentable ¡Ay!, se oía en el teatro de operaciones.
Pensó Don Álvaro en intervenir, poniéndose de parte de los que estaban intentando, a ultranza, tomar la colina; la idea de ser General le hacía reflexionar sobre la decisión que debía tomar.
¬ No tengo duda, España siempre vence a la Francia de Napoleón.
Nunca podrá ser doblegada por nadie, la bravura que tienen los españoles, esa inclinación innata que tienen de defender su Patria, se refleja en esos niños.
Son ese plantel de valientes que ensayan y se adiestran con sus juegos en el arte de la guerra. Están bien distribuidos y los jefes ocupan sus puestos respectivos.
¡Que cuadro tan bello!
Con aquella reflexión y animado Don Álvaro de tan grata visión, se acercó a los pequeños.
 ¬ ¿Que hacéis muchachos?
 ¿Quién es vuestro jefe?
    Respondieron.
¬ Señor, nosotros somos españoles y aquellos de ahí arriba son franceses.
¬ Muy bien, os instruiré sobre la manera con la que deberéis desalojar, a los que están allí arriba.
Veamos, los que seáis caballería tenéis de avanzar por la ladera derecha, esto les obligará a huir por la de la izquierda.
Los que seáis de infantería, avanzareis conmigo por el centro y si llegamos al cuerpo a cuerpo, entraremos a la bayoneta calada;  si ceden y no logran mantener la defensa, los haremos prisioneros.
Tomaremos la colina y ganaremos de esta manera la batalla.
Estar atentos a mi orden.
¡Caballería, adelante por la izquierda!
Viendo Don Álvaro que nadie se movía de su sitio, les recriminó:
 Pero bueno ¿Qué os pasa? ¿No avanzáis? ¡Venga, corred hacia allá hombre!
 ¡Vosotros por aquí! Yo me adelantaré por el medio con unos pocos.
¡Vamos! ¡Vamos! todos a una.
A pesar del entusiasmo que ponía Don Álvaro, tratando de imponer sus órdenes, nadie le hacía caso. Todos permanecían atónitos, observando la intromisión de aquel hombre y, alucinados con su presencia, no se atrevían moverse.
Estos momentos de tregua, impuesta por las circunstancias, sobre los atacantes situados en los pajares, fueron aprovechados por los que se encontraban atrincherados en lo alto del montículo, para descargar una lluvia de piedras, al tiempo que iniciaron un avance. Sorprendidos aquellos y viéndose acosados, unos abandonaron su puesto y otros se entregaron a los contrarios, dejando solo a Don Álvaro todo preocupado.
 ¬ ¡Maldición! Dijo, quitándose el sombrero con brusquedad.
¡Estando yo aquí, no había necesidad de una retirada!
 Yo sólo les hubiera hecho retroceder.
 ¡No seáis cobardes!
Uno de los muchachos, repuesto del asombro que le produjo la aparición en el campo de batalla de tan singular personaje, no pudo contenerse.
 ¬ ¡No señor! ¡De cobardes nada!
Ahora se va a enterar.
De inmediato, todos a la vez, la emprendieron a golpes y gritos contra el caudillo intempestivo y recién incorporado.
Don Álvaro, viéndose en aquella situación inesperada y comprometida,  emprendió una veloz carrera, hasta que pudo dejar atrás a tan malhumorados combatientes, refugiándose en el interior de la ermita, postrándose ante la Virgen y rogando para que la cosa no fuera a mayores.
Rezando estaba, cuando al escuchar el griterío de la chiquillería, acudieron al lugar unos mozos labradores del valle que se encontraban faenando, preguntando el motivo de tal escándalo.
Como si estuvieran de acuerdo, todos respondieron
¬ ¡Es un francés! ¡Es un francés!
Dado que la sola mención de este nombre, suscitaba  muchos odios entre los españoles y en especial a los del campo, el peligro para Don Álvaro era evidente, de tal modo  que hubiera estado en juego su vida, si no hubiese puesto tierra por medio y abandonado aquel lugar santo a uña de caballo y picando espuelas a Rociero, llegaba fatigado muy cerca de las murallas....
                                                  
V.
Fue así, casi exhausto, como Don Álvaro dio a parar a una de las casas señoriales que se encontraban extramuros de la ciudad, de las que tienen un gran patio interior, propiedad de uno de los grandes terratenientes poseedores de innumerables tierras de labor y en las que a su servicio, estaban un buen plantel de campesinos, arrendadores de sus tierras. 
Destacaba su gran fachada de sillares en piedra berroqueña, con un pórtico y doble hoja de madera, en cuya parte superior se apreciaba un frontón y todo ello, flanqueado por dos pilares del mismo material; en la parte superior tres ventanas, una sobre el frontón y las otras dos, al mismo nivel, a la derecha e izquierda de los pilares.
En el frontispicio destacaba, entre dos ventanas, un escudo que había sido labrado en piedra con los blasones de la familia Padiernos, pero que ahora presentaba picado, señal inequívoca de que en tiempos pasados tuvieron problemas  con la administración de la realeza.
Los religiosos por aquel tiempo, corrían grave peligro, los franceses perseguían a muerte a los frailes que, con el fin de pasar desapercibidos, se despojaban de sus hábitos y abandonaban los conventos; muchos vivían en Ávila como si de corrientes vecinos se tratara y algunos de ellos lo hacían en esta casa de Don Anselmo.
Don Álvaro abrió el portalón precipitadamente, casi con desesperación. Desde la galería del piso superior, sorprendidos quedaron aquellos frailes, de ver en aquel lugar a tan extravagante militar que les miraba en demanda de auxilio, y a toda prisa se dirigía a ellos por la escalinata de piedra. Por momentos llegaron a asustarse, pensando que le perseguían los franceses.
Viendo esto Don Anselmo, les tranquilizó diciéndoles:
¬ No tengáis temor alguno. No se han visto gabachos por estos lugares.
Yo conozco a este caballero.
Y bajando por la escalinata a su encuentro.
¡Don Álvaro! ¿Que le trae por mi casa?
¿Viene acaso en retirada o se trata acaso de alguna descubierta?
 ¬ No va Vd., muy desencaminado.
 Jadeante, Don Álvaro, apoyando su mano izquierda sobre el pasamanos,  con voz trémula.
  Esperen, esperen que me recupere.
  Me explicaré……., no puedo hablar.
 ¬ Pero, no se quede ahí, hombre de Dios.
Pase, pase Don Álvaro, descanse y repóngase.   
 ¬ Tengo mucha sed.
¬ Descase tranquilamente y beba.
Aquí tenemos la mejor agua que dio la naturaleza para estos casos, no está tibia ni está fría.
Don Anselmo aún no se había percatado del estado de ansiedad, en el que se encontraba Don Álvaro; trataba de sosegarle y que bebiera tranquilamente del vaso que le ofrecía.
Viendo que se empeñaba en beber muy deprisa.
¬ Tranquilo Excelencia que aquí hay mucha agua y muy buena.
Un criado le señalaba el caño de una fuente que se encontraba en el jardín, del que salía un buen chorro de entre las piedras que lo rodeaban.
¬ ¡Basta ya! Dijo Don Álvaro, sorprendiendo a Don Anselmo, al tiempo que daba un manotazo al vaso, derramando el agua que quedaba y......
Bajando de nuevo la escalinata, se abalanzó a la citada fuente, mientras decía:
¬ ¡No necesito vaso! Al tiempo que se acercaba a la fuente precipitadamente, y abriendo la llave del mismo modo, un chorro de agua salió a tal presión que le salpicó toda la cara, haciéndole retroceder.
Asustado y fuera de sí.
¬ ¡Hasta los elementos están contra mí!
Acudieron al oír sus gritos los frailes y también Don Anselmo, tratando de calmarle.
¬ Bien merecido lo tengo, pero no teman,  pronto seré vengado.
Don Anselmo, pensando que quería vengarse de alguno de los que creía que le habían mojado, quedó por un momento en suspenso, al igual que el resto del personal que se encontraba en la casa, viendo aquella escena.
Y no pudieron contener la risa.
Don Álvaro convencido que los que se reían, eran los mismos que aquellos que le habían apedreado cerca de la ermita de la Virgen de Sonsoles, los miró con furia.
Alguno de ellos le dijeron, viendo su excitación, que no hiciese caso de lo del agua y que les acompañara para descansar.
Las mujeres allí presentes, no las tenían todas consigo. Aquel hombre no les infundía ninguna confianza y menos aún el estado en que se encontraba. No hacían más que decir a Don Anselmo que procurase despedirlo cuanto antes.
Don Anselmo no sabía que postura debía tomar, decidiendo finalmente llamar a Don Álvaro, para que le acompañara a su despacho.
Ya en su interior, parecía que el General recobraba la calma. Después de haberse aseado un poco, se sentó en una de las butacas, al tiempo que comentaba la escena donde había salido tan malparado.
¬ He de exigir la debida satisfacción, a los que me  han tomado por un francés.
En esos momentos otros frailes entraron al despacho de Don Anselmo Padiernos, aunque al ver a Don Álvaro removiéndose inquieto en el butacón, dando evidentes muestras de disgusto, decidieron dar media vuelta.
Sin embargo, fueron retenidos por unos de los que se estaban descuajeringando y que de forma casual, había coincidido para ir a ver como se encontraba Don Álvaro, y si se había tranquilizado.
No lo estaba, estaba ensimismado, no dejaba de pensar en la ofensa de los apedreadores y de los palos que había recibido de aquellos muchachos. Lleno de ira, se levantó con los ojos centelleantes y  ademanes amenazadores:
¬ ¡Mira que llamarme francés a mí!
¡Fuera de aquí! De lo contrario, la veréis uno a uno conmigo en combate.
 Os haré ver que soy el defensor del rey  Fernando, y de la fe.
¬ Pero... Señor mío, dijo Don Anselmo
¡Que no es para tanto!
Estos hombres no son los que Vd., piensa, pero si le molesta la alegría que tienen al verle, no se preocupe que se irán en paz.
¬ ¡No señor! ¡Yo soy el que se va! Dijo al tiempo que tomaba el sombrero.
Y... ya veo que Vd., también los apoya.
¡Responderá de ello por todos!
Cite Vd., para mañana mismo, hora y el lugar donde hemos de encontrarnos...
Y dado que soy el ofendido, me corresponde elegir arma; combatiremos a espada.
¡Ah! Y sin echar suerte.
¿Lo entiende Vd.?
Pues, ¡Adiós!........
¬ Pero, Don Álvaro, ¿Qué es eso de espada, de hora y…..? Dijo uno de los frailes, impidiéndole el paso.
 ¿Se figura Vd., que aquí somos espadachines?
  Aquí no se le hace a Vd., ninguna ofensa.
Don Anselmo no busca reñir con nadie ni lo hará jamás,  porque su educación no se lo permite, como buen cristiano que es.
 ¿Cree Vd., que los hombres deben dejarse llevar del ímpetu de sus furiosas pasiones?  Si así fuera,  en nada se distinguirían de los animales irracionales.
¿Es Vd., el que se jacta de ser el defensor de la fe?
Pues no lo parece.
¬ Si señor, así lo creo y pelearé por ella; levantaré sus altares y......
¬ ¡Pisoteará Vd., sus mismas convicciones!
¬ ¿Cómo?
¬ Tan claro como el que defiende a un rey y a sus creencias, debe hacer respetar sus leyes.
Don Álvaro el quinto mandamiento de los diez dice: no matar, ni herir, ni aborrecer, ni desear el mal para sí mismo, ni otro de ninguna manera.
Y Vd., que es defensor celoso de este precepto, provoca a muerte a Don Anselmo que, precisamente, es el que le está defendiendo de los que le seguían a pedradas.
¿No le parece a Vd., que es un contrasentido?
Aunque estuviéramos en los tiempos más salvajes, debía Vd., reportarse. Estamos en los tiempos que las leyes humanas se hermanan con las divinas; leyes por las que se prohibió el duelo. 
 ¿Es que quiere volver a aquellas andadas?
Aquellos tiempos no volverán, y si por desgracia llegara el día en que se necesitase, yo le aseguro en el nombre de Dios que pronto se desvanecería, pues los duelos son contrarios a la voluntad divina, contrarios a la sociedad, y la misma ley natural los repudia.
¬ ¡Nada de eso! Respondió el General.
El acto de defenderse es natural y por lo mismo, debo defender mi honra; única prenda que debe conservarse intacta, aunque sea con la sangre, con la muerte.........
¬ ¡Oh! ¡Qué barbaridad! Exclamó el fraile, echándose las manos con intención de tapar los oídos.
Si acaso se permite, es en las guerras y siempre cuando sea en legítima defensa y vea peligrar su propia vida. 
Dios manda que conservemos la vida que nos ha dado. Es el motivo porque le ley protege la defensa, no la que se hace en los desafíos, ya que esta defensa es homicida y el homicidio no puede existir en ninguna sociedad, ni ninguna ley puede tolerar lo que repudia y odia la naturaleza humana.
¬ ¿Es acaso repugnante el conservar intacto el honor de un linaje, pudiendo substraerse con una puntada de espada o con un pistoletazo de las afrentas de las injurias? Contestó Don Álvaro.
¬ ¡Jesús! ¡Qué hombre más terco, erre con erre con las pendencias!
Pero señor mío ¿No tiene, otros argumentos?
¬ ¡No señor, no los tengo!
¡Cobardes! Ahora mismo, voy a echarles a garrotazos de esta casa.
¬ No se comprometa Vd., Don Álvaro, dijo Don Anselmo, tratando de calmar los ánimos.
No ve Vd., que son muchos y que entre tantos....
Venga, deje  ese palo hombre y no haga …
Don Álvaro le miró con desprecio, mientras seguía amenazando a los otros; la situación se estaba volviendo fea.
Uno de los labradores de la casa, perdiendo la calma, no se le ocurrió otra manera para terminar con aquella situación más que decir:
¬ ¿Quiere Vds., reñir conmigo a espada?
Tanto Don Anselmo como los frailes, se le echaron encima con la intención de recriminarle aquellas palabras, pero el labrador trató de tranquilizarles.
¬ No teman Vds., yo haré que todo se termine felizmente.
Sí señor, sí.
No ven que no hay más que dejar a cada loco con su tema. Déjenme  a mí y….
¬ Pero...  Le interrogó Don Anselmo ¿Qué es lo que va a hacer Vd.?
Don Álvaro interrumpió:
¬ ¿Que se está tramando ahí?
¡Salga de ese grupo el que sea y díganme las cosas a la cara!
 ¬ Pues....., mire Señor, dijo el labrador, dirigiéndose de forma amable al General.
Mi hermano ha sido insultado por Vd.,  y por los presentes; por él y por todos los que han sufrido igual baldón, pido a Vd., la satisfacción debida.
 La espada elijo; elijase padrino.
 Disponga y diga donde quiere que lo espere.
¬ ¡Sea! Le mandaré el mensaje correspondiente, dijo Don Álvaro, añadiendo a continuación:
Necesito escribir a mis amigos y hacer el testamento, por si en el lance tuviese yo algún percance fatal.
Don Anselmo Padiernos  y los frailes se alegraron de que Don Álvaro se quisiera retirar. Tendrían así el tiempo necesario para ver el modo de despedirlo y se apresuraron a decirle:
 ¬ ¿Quiere Vd., pasar a esa habitación, para escribir con más intimidad?
 ¬  Muy bien, eso es lo que voy a hacer.
Con mucha calma, tomó asiento Don Álvaro, ante la escribanía del anfitrión y situada sobre la tapa abatible del bargueño; cogió la pluma entre el dedo pulgar e índice, después de impregnarla en tinta, y se puso a escribir las mandas y disposiciones a sus allegados; quedaron todos sorprendidos al ver la serenidad de aquel hombre que había admitido el desafío, y de quien no sabían hasta donde podía llegar su fuerza y su destreza…o su locura.
Uno de los frailes dijo:
-- A mí no me extraña nada, este hombre no está en sus cabales.
¿Cómo era posible que un hombre admita un desafío a muerte, sólo porque no se le tenga por cobarde?
Es un pensamiento absurdo, completamente opuesto a la conciencia, al sentido y  conservación de la vida que un hombre ha de tener; va en contra del orden social del género humano y es más, no tiene claros los cargos de conciencia que le pueden acarrear, por llevar a cabo tal tentativa de asesinato. Desde luego, nada tiene que ver con las buenas personas, muy al contrario está impregnado de mucha maldad.
Creo que lo  mejor será decirle que el contrario ha desaparecido y….
¡Que se vaya con su locura, a otra parte!
A todos pareció bien la propuesta del fraile, temiendo que sucediera alguna desgracia con el juego de las armas, pero el labrador volvió a insistir:
¬ No teman que si le hacemos jurar obediencia a los padrinos y a las observancias de las formas del desafío, se creerá que es un duelo formal y nos divertiremos un poco; le obligaremos a hacer filigranas con la espada.
Actuemos de la siguiente manera:
Cuando lleguemos al lugar señalado, lo ponen a bastante distancia y a la hora que decida que quiere iniciar el combate, le dicen que el contrario se da por vencido, con lo cual se quedará el hombre satisfecho, lleno de gloria.
De lo contrario lo tendremos aquí enfurecido, con las consecuencias de recibir un buen trancazo por alguna cosa dicha a destiempo.
 Dijo un mozalbete:
¬ Si Vds., me lo permiten yo haré el papel de adversario.
Los frailes estuvieron todos de acuerdo, creídos de que, a veces,  suele ser la burla la mejor medicina para los fatuos.
Dijo una voz:
¬ Don Álvaro está  llamando.
Don Anselmo Padiernos, acudió de inmediato a su presencia y le dijo:
¬ Perdone Don Álvaro que no se la haya dado a Vuestra Excelencia, hasta ahora, el tratamiento que se debe toda esta preparado.
¬ Vaya, vaya,…..
¬ Cerca se está preparado todo.
Le espera el contrario. 
Yo soy su padrino.
El de Vuestra Excelencia, está ahí fuera.
Hemos convenido, los dos que presencien el acto algunas personas, para que nunca se diga que hemos cometido falsedades; ellos serán testigos de las obligaciones y juramentos que hemos de observar.
¬ Tres de ellos son los que me han de hacer jurar, dijo Don Álvaro.
Me gusta que Vd., sea el padrino de mi adversario, porque yo le nombro a Vd., mi albacea.
¿Está señalado el sitio, los coches.... y……...?
Don Anselmo no hacía más que mover la cabeza para decir que sí…
 Y uno de los  frailes dijo:
¬  Confiamos en que Vuestra Excelencia acepte un apartado del jardín, debo decirle que nos ha sido imposible disponer de las berlinas.
¬ Bien, bien. Cuanto menos boato mejor.
¬ Pues, cuando Vuestra Excelencia guste, dijo Don Anselmo, al tiempo que hacía un ademán con la palma de la mano derecha abierta, extendiendo el brazo hacia la puerta de la habitación.
  Don Álvaro, majestuoso, se dirigió al grupo que estaba reunido en la antesala y sin pensárselo dos veces, comenzó a dar a besar sus manos mientras indicaba que podían acompañarle al campo del honor. Todos le siguieron; a duras penas aguantaban la risa.
Ya en el jardín, se encontraba un corro de hombres, rodeando al mozalbete portador de una espada en su mano derecha.
Viéndole Don Álvaro, hizo un saludo muy cortés, y dijo:
¬ Amigo ya estamos en el sitio donde cumplidos los juramentos, o se humilla Vd., a mí, confesando que soy hombre que no sufro ofensas ni agravios y declara que es inferior a mí, o por el contrario, no tendremos más remedio que iniciar el combate.
El mozalbete que aunque estaba prevenido, no supo responder y no aguantó la risa.
¬ Señor. Esta actitud no corresponde a la formalidad que ha de tener un caballero, dijo Don Álvaro, malhumorado, al tiempo que de manera esquizoide miraba alrededor, produciendo entre los presentes una risa contagiosa, que hizo que uniera su irritación a gestos amenazantes. Por un momento, el mozalbete espadachín temió que arremetiera contra él.
Al cabo de un rato pudo comenzar la lid, y se dio la señal.
Don Álvaro inició el movimiento cruzando su espada, momento que aprovechó el mozalbete para tomársela firmemente por la punta, evitando que lo concluyera, al mismo tiempo que con su mano derecha cerrada, le dio un  tremendo puñetazo en la frente, quedando  el General totalmente aturdido.
De inmediato acudieron los padrinos a quitarle la espada, al tiempo que le decían:
¬ ¡Basta ya! ¡Basta ya!
 Vuestra Excelencia ha salido vencedor de la contienda.
Quisieron todos, finalizada esta representación, echarle de la casa, pero Don Anselmo Padiernos no lo consintió, tomándolo del brazo le acompañó hasta su despacho.
Recuperó la calma el General, mientras se limpiaba el sudor; después Don Anselmo le ayudó haciéndole un vendaje en la cabeza, para proteger el chichón que le había producido su contrario, mientras decía el atribulado militar:
¬  ¡Que bizarro es el caballero!.....
 Creí que me había matado.
Uno de los frailes le dijo entonces:
¬ ¿Ve Vuestra Excelencia lo temerario de estas empresas?
¿Por qué no reflexiona sobre estas consecuencias?
¿No le parece que es una solemne majadería llegar a esto, únicamente por la presunción de creerse más superior o más arrogante que otro?
¡Todo esto es horrible!
El que le ha desafiado a Vd., jamás se ha visto en tales berenjenales, quería iniciarse en tales menesteres y provocar el desafío, que para él era el primero; un impulso que ha provocado el mismo caballero, como podía haber provocado yo o cualquier hombre que considerándose como tal, tuviese complejos tan absurdos.
La prudencia y el respeto a Dios y a las leyes, desechan el miedo en el hombre de bien que no busca reyertas en las que deleitarse y dar rienda suelta a su orgullo loco.
Estas palabras avivaron de nuevo las ascuas del fuego de la demencia, de Don Álvaro.
¬ ¡No estoy de acuerdo, señor mío!
¡Ni tampoco lo sostendrá Vd., conmigo cara a cara!
Todos los que en la sala se habían reunido salieron de inmediato, a fin de evitar que sus carcajadas produjeran en el general mayores efectos, y no deseando que volviese a repetirse la escena. Incluso Don Anselmo no pudo reprimir la hilaridad que le producía todo aquello y se vio obligado a salir a uno de los balcones de la estancia.
Un fraile espetó:
¬ ¡Quite Vd., de ahí!..... No sé cómo no ha escarmentado con el golpe que le han dado.
¬ Esto no es nada.
Ya oirá Vd., hablar de otro desafío que tengo que celebrar con unos señores............., no ha de haber otro de más lujo, ni de mayor aparato en esta noble ciudad de Ávila de los Caballeros.
¬ ¡Enhorabuena hombre! Replicó el fraile saliendo de allí con algunos de los que quedaban.
De nuevo, Don Álvaro quedó solo en la estancia. Don Anselmo en el balcón, se encontraba terminando de limpiarse las lágrimas que no había podido controlar. El General levantándose de la silla, fue a su encuentro;  a duras penas viendo que se aproximaba le dijo, conteniendo la risa:
¬ Todo está tranquilo Don Álvaro.
 Ya ve, ni hombres, ni muchachos... todo se ha disipado.
 Don. Álvaro decidió no aguantar más en aquella casa y se despidió.
¬ Es hora de irme a casa, se me ha hecho tarde.
 A ver si tengo suerte y aparece un birlocho.
¬ Perdone Vuestra Excelencia, pero hoy tenemos en casa invitados y…
Don Anselmo, deseando que saliese de la casa cuanto antes.
¬ ¿Supongo que estará todo dispuesto? dijo Don Álvaro.
Veremos si puedo llegar a casa, antes de que cierren los portales.
¬A ver. A ver.
Ahora con esto de la guerra los cierran todos muy pronto, dijo Don Anselmo, al tiempo que lo despedía en la calle, mientras el General buscaba con la vista el carruaje.
Y allí  quedó, tras cerrarse la puerta  a sus espaldas. Viéndose solo, se volvió y llamó  a través del ventanuco del portón de madera.
Desde el interior, se oyó una voz:
¬ ¿Qué es lo que pasa?
¬ Que no veo nada, dijo Don Álvaro.
¬ ¡A la izquierda, señor! ¡A la izquierda del camino! 
 
VI.
Hacia la dirección indicada se encaminó Don Álvaro, inquieto y desesperado; corría por el camino sin encontrar ninguna tartana que le llevara ligero a informarse de la posta antes de llegar a casa, pues según pensaba, con todo seguridad ya tenía que haber llegado.
¬ ¿Dónde se habrá metido el villano del cochero?
¡A la izquierda del camino! ¡A la izquierda del camino!...
Pero... ¡Si no se ve nada!
¡Señor, dame la calma de los que nada esperan!
¡Que inquietud da la esperanza!
¡Que desesperación experimenta el que ansía por lo que espera!
 Más me valiera no esperar el correo, tampoco honores que aceleran por fuerza, mi paso por llegar a lo que espero.
Y..., con este barrigón que acarreo, ¡Válgame el cielo! tan pesado como vacío, y con este chichón que me impide ajustar el sombrero.
Pero....
¿Qué es lo que mascullo? ¡Vive Dios!
Esto será un blasón para mis honras.
Lo que siento es que mis pies no pueden más y que el crepúsculo decrece.
Bueno, al menos llegaré a casa, podré reponer las fuerzas y retomar nuevos bríos.
Así fue como Don Álvaro, decidió tomarse unos días de descanso, forzado por las circunstancias por las que había pasado. La mayor parte de ellos lo hacía tendido en la cama, mientras  su ama de llaves, Faustina y demás criados le cuidaban, aplicando a su chichón toda clase de ungüentos y cataplasmas.
Sin embargo, no podía seguir con aquella incertidumbre, se le veía nervioso, inquieto y se impacientaba viendo que no llegaban las noticias, tan deseadas de su nombramiento real.
Pasados tres días interminables, decidió que ya estaba bien de descanso, había que salir de casa, a pesar que aún no estaba del todo repuesto de las últimas andanzas. Pero esta vez debía tomar precauciones y no salir sin escolta personal. 
En todo los mentideros de la ciudad, ya se había corrido la voz del protagonismo de Don Álvaro, en la casa de Don Anselmo Padiernos y lo acaecido en el santuario de la Virgen  de Sonsoles, de ahí que algunos oficiales sicilianos residentes en la ciudad de Santa Teresa decidieran, en cuanto tuvieron la más mínima oportunidad, provocar una situación semejante.
Pensando en la llegada del correo, se hallaba Don Álvaro, sentado plácidamente en el balcón de su habitación, tomando el sol, mientras observaba el paso de las gentes de acá para allá. Los oficiales sicilianos, al pasar por delante de su casa, saludaron de manera educada, sin que el General experimentara la más ligera extrañeza. De inmediato pensó que iban a pararse con el fin de hablar con él, en la certeza que ellos traían  las noticias  esperadas.
E incorporándose a la baranda, se decía:
¬ ¿Será verdad lo que sospecho?
 Y levantando la voz.
Adelante caballeros. Ya estoy en antecedentes, decidme pues.
Los sicilianos viendo que Don Álvaro se dirigía a ellos, se pararon. Expectantes y callados no le interrumpieron, dejando que siguiera:
           ¬ Digan, digan, vuestras mercedes. ¿Qué ha dicho el correo?
¿Cuándo ha llegado?
¬ ¿El correo? Ah sí, dijo uno de ellos.
 El correo postal ya se ha ido.
¬ ¿Cómo?
¬ Pues, sí señor. El cartero estuvo buscando al General, para darle la misiva en propia mano, pero como no le encontraba, le dijeron que Vuestra Excelencia había salido, por ello ha ido en su busca a otros lugares.
¬ ¡Pardiez! Bien merecido lo tengo, dijo el General.
¡Bribón! pero...No, no ¡malditos muchachos!....Si no hubiera sido por el tiempo perdido con ellos, ya tendría el mando y no tendría que haber estado curándome este chichón.
Los oficiales a pesar de saber de oídas lo que había sucedido, sintieron compasión del General, viendo el estado de convalecencia por el que estaba pasando, motivo por el que desistieron de momento, cometer con Don Álvaro la felonía que tenían in mente y con una mirada, como si estuvieran poseídos del mismo impulso así lo entendieron,  decidieron seguir su camino.
Don Álvaro se llevó la mano a la frente, como para contener un pensamiento que le llegó de repente y dijo:
¬ Un momento, caballeros.
¡Han sido Vds., los que han dicho al cartero que yo no estaba!  
No me cabe la menor duda.
¿A qué hora vino? y ¿Por qué,….?
¬ ¿Cómo dice señor? Interrogó otro de ellos.
¬ ¡Nada! Esto se me tiene que aclarar de inmediato.
¡No se vayan Vds.!
 Le miraron desconcertados, sin saber qué postura adoptar.
 Don Álvaro,  irritado  continuaba requiriendo.
¬ ¿Cómo qué?
¡Vds., no se van a ir de rositas!
¡Aquí el español es el que manda!
 ¡Y eso lo haré yo!
 Los oficiales sicilianos, no salían de su asombro, seguían mirándole escépticos y empezaban a dudar si debían de continuar con el primer plan que se habían trazado: volver a intentar provocar una situación hilarante.
De ahí que otro de ellos
¬  ¡A la tarde nos veremos, Señor!
¬   No faltaré, dijo Don Álvaro, mientras tanteaba suavemente el chichón.
El viejo reloj de péndulo daba las cuatro de la tarde, cuando paraban a la puerta del patio de la casa de Don Álvaro, cuatro calesas que habían alquilado aquellos oficiales, a instancias de un italiano aliado con ellos.
Los había convencido que alquilasen las calesas, pues con ellas lograrían dar más  veracidad a la escena que estaba por llegar,  puesto que fue el propio General quien les había retado en duelo. Por nada del mundo querría ahora perderse tan extravagante reto y pasar un rato divertido.
Dijo el italiano pensando en ello:
¬ Iré a la cita. Dejen Vds., que me acompañen algunos amigos.  Los llevo con la intención de conciliar los ánimos.
En el salón de su casa, Don  Álvaro y Longino Regolato, el italiano.
¬ ¿Sabe Vuestra Excelencia lo que ha dicho esta mañana, a unos oficiales?
Preciso será que vaya a pedir perdón arrodillado o........
¬ ¿Yo? dijo Don Álvaro sorprendido y fuera de sí.
¡Cómo se atreve a plantearme tal cosa! ¡Y en mi propia casa!
¿Yo? volvió a repetir.
¬ Así debe ser, hombre de Dios, no parece normal el pedir satisfacción en nombre de todos.
¬ ¡Como que no! Dijo el General retorciendo encolerizado el pañuelo que tenía entre las manos.                        
¬ Don Álvaro. ¿Estará bien informado de los juramentos y obligaciones que ahora mismo habrá que observar ante una multitud que aguarda expectante? ¿No?
¬ Por supuesto, yo soy el ofendido y...
¬ De cualquier modo, Vuestra Excelencia tendrá que decantarse bien por arrodillarse o reñir.
¬ Hasta ahora nadie me ha amilanado, y así continuaré, más...
¡Siendo como soy todo un General!
¬ ¡Lo que es Vuestra Excelencia es todo un provocador!
¡Salga inmediatamente de mi casa!
Don Álvaro, no pudo resistir por más tiempo tal ofensa y sin reflexionar un momento, bajó por la escalera precipitadamente seguido del atrevido italiano, hasta llegar al lugar donde se encontraban las calesas, y al tiempo de abrir la portezuela de una de ellas y con un pie en el estribo, aseveró
¬ ¡Ya está todo dicho!
¡Al campo del honor, no tengo porque oír más agravios!
¬  Pero si está Vd., solo, dijo el italiano Longino.
Aún no se ha convenido quienes serán los padrinos, ni…........
¬ Tiene Vd., toda la razón, dijo Don Álvaro.
Pero no perdamos tiempo, zanjemos la cuestión cuanto antes; sobre la marcha ultimaremos los detalles.
Y sin esperar más, se fue decidido el perturbado de Don Álvaro de Carvajal. Los oficiales sicilianos que no creían que fuera tan rápido el componer el desafío, llegaron al lugar poco tiempo después de apearse Don Álvaro y su acompañamiento.
Un silencio sepulcral había en el descampado que se había elegido al efecto, limitado entre dos hileras de árboles, afueras de las murallas de Ávila.
 Los que hasta allí se habían congregado, veían a Don Álvaro tan satisfecho, esperando ser llamado al duelo y reflexionaban sobre cuán imponente era el escenario que se presentaba ante sus ojos, al tiempo que se decían:
¬ Parece mentira que a estas alturas, los hombres aún sigan empleando estos métodos propios de otras épocas y se arriesguen a perder la vida, para dirimir sus disputas.
¡Que ofensa tan repugnante es al progreso de la humanidad!...
¿A qué términos ha de llegar un hombre, con tal  de imponer su razón?
 ¿Es que aún no hemos aprendido?
 No es posible que podamos estar presenciando actitudes que nos recuerdan las ofrendas de niños a Moloch Baal, permitiendo que fueran destrozados sobre el altar de Diana, sin posibilidad de defensa alguna.
Malo es que un hombre acalorado arrebate a otro la vida, en medio de sus iras, desafiándole en duelo.
No es posible que los hombres de aquel tiempo estuvieran tan locos, viendo esto que vamos a presenciar como un mero pasatiempos, ¿Que sería cuando los duelos se verificaban con  todas las de la ley ?.....
Por eso señores, pensemos que aún  hay tiempo; no debemos permitir que este duelo se lleve a efecto, lo malo siempre se pega.
Eran estos los comentarios o parecidos, los que murmuraban entre los concurrentes, mientras, Don Álvaro con sus adversarios  y padrinos estaban ya eligiendo arma, y se avenían a las condiciones del combate.
Durante el camino de llegada, los padrinos ya habían concertado cuales serían las pistolas a usar en el duelo, recordando los de Don Álvaro lo que había sucedido con la espada y el resultado con el consecuente chichón.
Don Álvaro había hecho llamar a sus amigos y estos, después de ponerse de acuerdo con el italiano, convinieran con él como se iba a ejecutar el duelo.
Dijo Logino Regolato:
¬ Sería bueno merendar antes de comenzar el desafío, celebraremos la despedida del que ha de viajar a la eternidad.
A lo que el General respondió:
¬ Desprecio yo todo festín, no vaya a ser que consecuentemente se reconcilien enemistades.
Acabemos de una vez. Se trata de vencer o morir cuanto antes.
¬ Precisamente de reconciliar enemistades se trata, dijo el italiano. De que los adversarios se den la mano como amigos, sin tener que llegar a mayores.
¬ Después que yo haya disparado, haré las amistades, dijo Don Álvaro.
Añadiendo el padrino:
 ¬ Bueno será sustituir la pistola por un tenedor. Y sino....
¿Qué provecho nos hará la chicha, después que se hieran o se maten?
Don Álvaro, insistiendo:
¬ ¡Ya está bien de tanta verborrea!
El arma ya está en mi mano.
 Y no sigan con esas, o me veré obligado a pegarme yo mismo un tiro, sino lo hago contra mi adversario.
Temiendo que Don Álvaro hiciese alguna barbaridad, dado el estado de ansiedad en que se hallaba, de su insistencia en ocupar su puesto y disparar el primero, los jueces le dijeron que tenían que vendarle los ojos.  
Consintió en ello el General, preparándose en su lugar y afianzando bien los pies sobre el terreno, alargó el brazo pidiendo se diese la señal.
Fue el primero en disparar.
Ni un ligero murmullo se escuchó tras el disparo. Sospechando Don Álvaro que había errado el tiro, se dispuso a esperar el impacto de la bala del contrario.
El instinto empezó a obrar...
Don Álvaro comenzó a palidecer y en medio de toda la resistente resignación que manifestaba, sus piernas comenzaron a temblar.
Poco a poco, el susurro de los concurrentes se transformaba en comentarios cada vez más altos, por lo que Don Álvaro, alargando el brazo izquierdo, pidió silencio con la palma de la mano.
Se oyó un segundo disparo, instante que aprovechó Longino Regolato para arrojar, sobre el pecho del General, una esponja impregnada de pintura roja, manchando su chaqueta.
¬ ¡Qué horror!
¬ ¡Qué barbaridad! Gritaban todos los presentes, viendo como Don Álvaro se llevaba las manos al lugar del impacto, manchándose del color rojo tomate.
Don Álvaro, sintiendo la humedad y creyéndose herido.
¬ ¡Que dolor!
¡Pobre España! Gritó al tiempo que se desmayaba.
De inmediato acudieron los padrinos a sostenerle, y viendo que volvía en sí, hicieron la ceremonia de bendecirlo, llevándolo en brazos hasta una de las calesas.
¬ ¿Dónde está ese bizarro?, decía el General.
Ese bizarro amigo, a quien guía mejor estrella.
Pensé que yo era el agraviado; ahora reconozco que el mío era delito, de lo contrario mía sería la victoria.
¬ ¡Vaya unas cosas!, dijo uno.
¬ ¿Así que el que queda muerto o herido, en estos casos, es el culpable?
¬ No tenga Vd., duda, dijo Don Álvaro, medio desvanecido, bebiendo al tiempo un poco de agua. Y si no....
¿Dígame para qué sirven los duelos?
Precisamente para romper con el agravio que se ha producido por algunas de las partes.
Suspiró para continuar:
En todo litigio, en toda desavenencia, quieren siempre las partes tener razón. Ninguna persona de honor dice: yo insulto porque quiero; yo hago el agravio o el daño porque me da la gana. Nada de eso.
Cualquiera hace una cosa porque le parece bien el hacerla, o decirla; esta misma cosa le viene mal a otro y de esta manera resulta el agravio directo o indirecto.
De ahí que se pida una satisfacción.
No se logra lo que cada uno apoya en su favor, y se apela a las armas porque es así como se ha de salir de dudas.
El hombre que sabe que no da motivos, ni que entiende de honras, jamás pedirá que se le satisfagan sus agravios.
El mismo testigo reflexionando en alto;
– No cabe duda Don Álvaro que la suya es una doctrina pintoresca, no me diga que a las balas se le da más ciencia que a la sentencia de todos los letrados.
¡Que inteligente será la pólvora que a manera de Dios conoce el corazón de los hombres y castiga al malvado!
¡Que ojo tan penetrante tendrá, en estos casos, la punta de una espada que  descubra en que pecho está la maldad y la señala!
– Así es exactamente, amigo mío, contestó Don Álvaro, ya repuesto del percance y comprobado que no tenía ningún daño.
Pues de lo contrario ¿Cómo era posible que dos hombres que se disputan la razón se presentasen al combate para encontrarla, o mejor dicho para saber de quién es?
Aquí, sin remedio hay un misterio.
– No lo dude. El mismo que ha ascendido a Vuestra Excelencia a General.
Aquella bravura loca de la cólera orgullosa, con la presunción de ser más arrogante, conducía a estas situaciones a los hombres.
¬De eso no se trata ahora, dijo el italiano, al tiempo que hacía una señal a los caleseros para que arrearan los caballos.
Lo que importa ahora es que descanse tranquilamente el General.
Una vez ausente Don Álvaro, todos los oficiales y demás que habían presenciado aquella pantomima, se quedaron terminando de comer el pan de hogaza, la chicha y buenos torreznos que acompañaban con el tinto del porrón,  llevados para la ocasión.
Algunos decían:
– ¡Qué lástima, que en ese hombre se haya apoderado la idea de ser General de los ejércitos!
 Tan creído lo tiene el pobre y tan valiente se considera...........
¡Lo que puede la fuerza de la imaginación!
Si lo mismo que se dice caballero, se creyera un miserable matón, vaya Vd., a saber qué clase de atrocidades cometería.
Había que tranquilizar a ese hombre. Había que persuadirle que dejara de pensar en esas locuras.
¬ No se confundan Vds., alguna vez saldrá del estado en que se encuentra y solamente lo logrará a fuerza de desengaños, respondió Don Longino Regolato, el italiano.
                                                         
 
VII.
Meditando estaba en su sillón, mientras Tercero dormitaba a sus pies. Desanimado Don Álvaro, por momentos estaba perdiendo toda esperanza de ser nombrado General de los ejércitos reales, pensando que le habían vencido.
¬ Pero..., se decía:
Un caudillo debe ser respetado y el respeto a un jefe lo fomenta su valor.
 Mi adversario me acertó, venciéndome en la lid y soy cobarde; he perdido el prestigio.
 ¿Y dónde voy ahora?
 Si  Su  Majestad deposita en mí su confianza y poderío, renaceré cual marchita flor que está triste porque la pisaron y que luego se alegra y vivifica, porque la riega el jardinero.
¡Basta ya! ¡Fuera desfallecimientos y lamentos!
El Correo, volverá y al fin, yo tendré el mando.
Y la escolta.......
No. No.  Debo sobreponerme. Saldré y sabré hacer frente a las dificultades.
Y con este último pensamiento, haciendo un supremo esfuerzo, implorando al cielo, venciendo el miedo, de nuevo se atrevió a salir de paseo por las calles de la ciudad; el mercado chico se encontraba engalanado; a él se dirigió y su presencia suscitó el ánimo de los que le vieron aparecer, gritando enardecidos:
¡Viva el rey Fernando VII!
¡Viva su General!
Don Álvaro, ante tantas muestras de entusiasmo hacia su persona, se deshacía haciendo saludos de gratitud con el sombrero, con la satisfacción más placentera que jamás había endulzado sus sentidos.
¬ Digan lo que quieran, lo que quieran.
¡El pueblo me aclama!
 ¡Ahora quisiera ver yo a esos oficiales sicilianos! ¿Estarán en el café.....?
 Era aquel, un día de júbilo para todas las armas que intentaban levantarse contra Napoleón. Aquellos oficiales, también lo estarían celebrando con sus compañeros.
 Enterado de que efectivamente, se encontraban en uno de los establecimientos del mercado grande, con paso acelerado hasta él se dirigió.
 Los oficiales, sentados en una de las mesas ante unas jarras de cerveza, al verlo se levantaron y prorrumpieron en un fuerte aplauso, dándole la bienvenida, fruto de la gran alegría que reinaba entre ellos, estimulada por algunas copas de más que ya se habían echado al cuerpo y hasta el camarero hizo que el reloj de música tocara una marcha militar.
Uno de ellos
¬ Don Álvaro, estuvimos a verle a su casa pero su ama de llaves, Faustina, nos advirtió que se hallaba reponiendo aún de los disgustos, por lo que decidimos no molestarle.
El General compungido, por lo que había sucedido en su compañía y aliviado al ver aquellas muestras de alegría hacia su persona, les dijo:
¬ No sé lo que me ha sucedido, les agradezco la atención. La sola idea de pensar que yo haya sido el.........
¬  No se preocupe,  todos están de acuerdo de que si hubiese corregido un poco el tiro....la bala casi quemó la ropa.......
¬ Me alegro entonces.
Ya decía yo que mía debía ser la victoria.
  Me servirá de lección para la próxima vez.
¬ Tenga en cuenta que los médicos le dijeron que Vuestra Excelencia tenía una salud de hierro.
Estuvieron reunidos un largo rato, presenciando la actuación de una danzarina al son de la dulzaina. Don Álvaro se sentía a gusto, máxime cuando se veía agasajado e invitado a unas copas de licor y unos dulces.
¬ Caramba Don Álvaro. ¡Con cuanta elocuencia se expresa!
¬ Es que ahora menos que nunca, debo renunciar a tomar el mando.
¬ Es Vuestra Excelencia muy grande. No lo dude.
Se sentía satisfecho ante tanta amabilidad, convencido de que su amor propio no quedaba agraviado. Era uno de aquellos momentos de los que gustaba disfrutar.
 Prendado y absorto miraba a la señora que se encontraba actuando en el escenario. La miró y se encontró con sus ojos; quedó magnetizado, no pudiendo hacer otro gesto instintivo que saludarla con el sombrero.
Terminada su actuación, la danzarina se acercó y con fingido respeto
¬ Don Álvaro, tengo que hablar con urgencia con Vuestra Excelencia.
¬ Hable, hable con toda libertad.  
¬ Es necesario que le hable a solas, dijo la bailarina.
¬ Ruego me disculpen caballeros, haciendo un ademán de levantarse, dijo el General.
¿Me permitan un momento?......
¬ Señora, dijo Longino el italiano, haciendo una reverencia de cortesía a la danzarina.
Y ella
¬ Es que lo que pretendo decirle, todo el mundo lo puede saber, pero por si pudiera incomodar a estos caballeros...
¬ Nada de eso señora, puede hablar con entera franqueza, respondieron unos y otros.
¬ Diga lo que sea, con toda confianza, apostilló Giovanni Calabrese.
¬ Es que sentiría con toda mi alma, que alguno de Vds.,  pudiera albergar la menor sospecha, dijo la danzarina al tiempo que suspiraba.
Don Álvaro para consolarla.
¬ Bien saben, señora estos señores de mi religiosidad, de cómo cumplo con mis deberes y siendo uno de ellos el ser todo un caballero profeso, saben que conservaré integra mi hombría.
Todos trataron de esconder sus rostros, mientras la señora fingía toser. La escena hubiera terminado en una sonora carcajada colectiva, si Longino Regolato no hubiese dado un golpe brusco con la palma de la mano en la mesa, ayudando de esta forma a contener la hilaridad.
Y el golpe atrajo la atención del camarero
¬ ¿Que falta por servir?
¬ Trae helados para todos, dijo otro.
 Don Álvaro, ajeno a todo esto, seguía insistiendo a la señora para que hablara con franqueza, sin temores, al tiempo que ella cerraba los ojos para que no la hicieran reír las miradas de los demás,  manifestando el rubor consiguiente que Don Álvaro debía creer.
¬ Es muy delicado lo que quiero decir Don Álvaro.
Se trata de mi orgullo y de mi honra que a la menor lesión que sienten, hieren de muerte mi alma. Cada palabra que sale de labios de quien me agravia, es una puñalada que traspasa mi corazón y lo impregna de tal dolor que no puedo soportar. 
Es tanta la zozobra que no puedo respirar.
Lo que me ha sucedido, no puedo decírselo a mi esposo que ahora se encuentra lejos de aquí, por eso siento la necesidad de acudir a Vuestra Excelencia, por el aprecio que siento hacia su magnánima generosidad.
¡He sido ultrajada!
No podré salir jamás a la calle, si mi petición no es satisfecha. Decía entre disimulados sollozos.
Don. Álvaro, conmovido de ver a aquella señora como le pedía socorro, en la ausencia del marido, se levantó y alargándola la mano dijo:
 ¬ Calma señora mía, no se preocupe.
Cualquiera que sea o sean que fuesen los motivos que a Vd., la tienen tan abatida, se desvanecerán.
De todas las maneras, conmigo se lavarán las afrentas que la han hecho y ya sea esta tarde o mañana, se las tendrán que ver con este su seguro servidor. Sentándose el General con energía.
La bailarina no podía continuar, aguantando como podía que la risa contenida no se reflejara en su rostro.
Dijo entonces Longino el italiano:
¬ Señora quien ha sido el osado que la ha ofendido, ¿No será el mismo con quien la he visto....?
¬  El mismo,  dijo la señora, asintiendo al mismo tiempo con la cabeza.
 El italiano levantando la suya con precipitación y abriendo en demasía los ojos.
¬ Le conozco, y ahora mismo lo traigo a su presencia, Don Álvaro.
¬ Muy bien, dijeron todos.
Y Don Álvaro:
¬ No se preocupe más, Señora, yo arreglaré definitivamente esta ofensa.
Si  se presenta aquí el tal tunante, le haré ver como se ha de tratar a las mujeres.
No pasó mucho tiempo cuando la bailarina, que había tomado asiento entre los oficiales sicilianos, se levantó bruscamente, como sorprendida y sobresaltada. Longino, entraba en el café, acompañado nada menos que por el marido de la señora, quedando todos estupefactos.
Don Álvaro, ignorante…
¬ No se altere señora que pronto se le devolverá su fama.
Al mismo tiempo que miraba con desprecio al que entraba, se levantó instintivamente de la silla y fue a su encuentro, increpándole.
¬ Es preciso, reconozca ahora mismo que esta señora ha sido ultrajada.
Conozco en su semblante la razón que tienen agravios de esta clase, es Vd., un bellaco.
¬ ¿Qué?, interrumpió el marido
¿Acaso se atreve a decir que yo he ofendido a esta señora?
 Creo que debería reflexionar sobre ello.
¿Es que acaso no la trato, como debe hacer un caballero? Mis palabras son puras, son claras y....
Don Álvaro, cortando su discurso.
¬ ¡Esto, lo ajustará cara a cara, conmigo!
 Y el marido
¬ Mire, con un puñetazo a Vd. y otro a esta señora, los voy a arrojar a los dos, ahora mismo del café.
¬ Esa altivez me la va a demostrar Vd., en el  en el campo del honor y no entre estas paredes, dijo Don Álvaro.
¬ ¡Pues salga Vuestra Excelencia!
Salga a la calle que le voy a cruzar la cara a bofetones.
¬ ¿Pero?.... interrogó Longino, dirigiéndose a los oficiales y resto del personal que asistía al espectáculo que se había montado.
¿Acaso Don Álvaro es hombre partidario de dirimir las cuestiones de honor de esta guisa?
¡Nada de eso!
Mi General pelea a la antigua usanza.
¬ Ahora, respondió el marido, no estamos en tiempos de manejar espada.
¬ Pues, será con pistola, dijo Longino Regolato.
 Y puesto que el agravio no es directo, disparará Vd. primero.
¬ Muy bien. Me alegro de haber acudido pronto, a la llamada de mis amigos.
¬ Yo también me alegro, dijo el italiano.
La danzarina, fingiendo congoja… y dirigiéndose a Don Álvaro:     
¬ ¡Ay! No. ¡Y si os acierta! ¡Dios mío, dispare Vd., primero!
¬ Para eso habrá de echarse a suerte, dijo Giovanni Calabrese.
La señora dirigiéndose a Don Álvaro.
¬ ¡No se exponga Vuestra Excelencia!
¿Y si la fortuna se pone del lado de su contrario?
 ¡Ay! No. Dispare Vd., primero.
Y al tiempo de cruzar sus manos en ademán de oración....
¬ ¡Y si Vd., es el que muere Don Álvaro!
 El General, miró enternecedoramente a  la señora.
¬ Se lo merece Vd.
Y, acto seguido, dirigiéndose a los demás.
¬ Señores, acabaremos en un santiamén con este asunto.
No se preocupen, que aún llegaremos a tiempo de volver y tomar tranquilamente los helados. ¡Camarero! guarda estos helados para después.
Y el marido
¬ No hay más que hablar.
¡Fuera de las murallas! o donde decidan.
Tomó de nuevo la palabra, Longino Regolato, para decidir que el duelo se realizara en algún lugar reservado, fuera del bullicio de las gentes, por ser este día muy señalado.
¬ Vayamos para dirimir esta disputa al solar de Contreras, en el almacén del antiguo parque de artillería medio derribado; es un lugar ideal fuera de las vistas, según bajamos a la salida de la muralla, por el puente del Adaja.
Todos estuvieron de acuerdo y convencieron a Don Álvaro.  El marido tomó del brazo a la señora y se dirigieron al descampado donde se encontraban las ruinas. Los oficiales rompieron la marcha, en la retaguardia iba el italiano con otro grupo que quería contemplar el desenlace.
Pasaron el edificio del monasterio de las monjas capuchinas, donde nunca se veía más que algunos muchachos jugando, hasta llegar a las puertas desvencijadas del antiguo parque que el italiano se adelantó a abrir de par en par, no sin esfuerzo.
La comitiva se colocó al lado de las paredes del gran patio sin techo y los muchachos se arrimaron detrás de las rejas, llenas de herrumbre que aún conservaban las viejas marcos de las ventanas.
El acompañamiento formo una calle  ancha.
Los duelistas se colocaron  enfrentados, en cada uno de los extremos y eligieron sus padrinos, prestaron juramento condición sine qua non, para garantizar la lealtad de cada uno y la obediencia que debían observar.
Tomaron las pistolas del estuche  y les fueron vendados los ojos.
 Don Álvaro se despidió de la señora, con mucha amabilidad.
Se colocaron de manera  que la dirección de tiro estuviera libre de gente que pudiera ser herida por los disparos; una dudosa cuestión dado que las  pistolas no estaban cargadas con bala.
Don Álvaro se cuadró, para recibir el proyectil...
Y sonó un disparo al momento de dar la señal; todos quedaron en silencio.
Inmediatamente disparó Don Álvaro.
Un murmullo sordo y prolongado dejaba atisbar un “réquiem cat in pace”.
Don Álvaro llevó su mano al pañuelo que tenía en sus ojos, para quitárselo.
De inmediato los padrinos se abalanzaron a él, para impedir que se lo quitara, al tiempo que decían:
¬ Don Álvaro, de ninguna manera debe ver el cadáver.
La señora se acercó para manifestarle su ferviente gratitud, abrazándole con entusiasmo y rodeando con los brazos su cuello.
¬  ¡Oh, mi bienhechor!
Don Álvaro inclinó hacia adelante su cara. La señora deslizando los dedos por los carrillos y barba de su defensor, los dejó muy bien señalados, por tenerlos de antemano tiznados de negro.
¬ ¿Que hace Vd., Señora? ¿Qué hace Vd.? dijo Longino Regolato, retirándola muy presuroso. 
¬ Mostrar mi gratitud, respondió la señora muy resuelta.
El italiano haciéndose el perplejo:
¬ Pero señora, no sabe que este este caballero es profeso.
La risa se extendió por todo el recinto y era tal las carcajadas que temiendo que llegara hasta donde estaban las gentes que paseaban por las calles de la ciudad, con un gesto hecho con el brazo extendido, levantando la voz:
¬ Silencio  señores, volvamos de nuevo al café.
La bailarina se fue en compañía de su marido, a seguir celebrando aquel día de regocijo general.
Longino Regolato hizo que Don Álvaro le acompañara junto a los oficiales, sin poder evitar que los muchachos le rodearan, durante el recorrido. Muchos de los que paseaban se unieron a la comitiva.
Llegados al café, el camarero puso de nuevo una marcha militar en el carillón, y el gentío se arremolinó en la puerta del local, pues dentro no cabía ningún alma.
 Don Álvaro, aturdido, se preguntaba si toda aquella algarabía no se trastocaría en ultrajes contra su persona.
                                                       
                                                      
VIII.
El dueño del café, viendo que aquella situación se estaba haciendo insostenible, recomendó a Don Álvaro que saliese por la puerta de atrás, y lo hiciese cuanto antes mejor.
En el tumulto que se originó en el local, nadie sabía dónde estaba cada cual, de ahí que el aturdido Don Álvaro preguntara si los compañeros que le habían acompañado, en referencia a los oficiales sicilianos, habían podido salir de aquel maremágnum.
¬ Que importa eso ahora, le contestó Don Ernesto, dueño del local.
Págueme los helados, y salga ¡Salga Vd., rápidamente!
¬ ¿Yo? ¡Otro que tal!
Mientras no cobre el sueldo del erario público, y hasta que tome el mando, sepa Vd., que no tengo por qué pagar nada, De cualquier manera, veré hoy mismo al tesorero para que me adelante algo; tenga Vd., por seguro, caballero,  que me hará un adelanto, a cuenta de lo que me corresponde por mi empleo y dignidad.
Sabe Vd., al igual que todos mis vecinos que el correo de la Corte ya ha llegado y.........
¬ ¡Ah, no! Vuestra Excelencia no se va de aquí sin pagarme, dijo Don Ernesto, asiendo por el brazo fuertemente al General.
Don Álvaro, ante tal falta de respeto hacia su persona, de manera instintiva desenfundó el sable de la vaina esmaltada en verde que lucía a su costado.
¬ ¡Vive Dios! A mí no me pone nadie la mano encima.
Don  Ernesto, temiendo por su integridad y viendo su estado de excitación, prefirió zanjar el tema y dejarlo salir. 
Algunos de los alborotados jóvenes, le siguieron diciéndole que querían acompañarle, pero Don Álvaro prefirió que no lo hicieran, pensando que le consideraban autor de los abrazos y besos que había dado en el campo del honor a la danzarina.
Para librarse de ellos, se vio obligado a entrar precipitadamente en casa de una modista, donde trabajaban varias operarias, las cuales pensaron que iba a encargar alguna prenda para su uniforme.
¬ ¿Que se le ofrece Don Álvaro?
Aquí estamos para servirle con las mejores garantías.
Si le perece, le haremos una faja nueva para el uniforme, con los mejores bordados.
¬ Muy agradecido señoras. Les respondió, al tiempo que tomaba una silla, acomodándose en ella.
Las operarias se acercaron a él, observando las señales que llevaba en su rostro, alguna le dijo:
¬ Descanse tranquilamente. No se preocupe.
¬ ¿Quién le ha besado de manera tan efusiva?, preguntó otra.
¬ ¿Tienen algún espejo?, preguntó Don Álvaro, extrañado.
¬ No Señor. 
 ¬ Pero......., ¿Cuándo le dan a Vd., el mando?
Todos tenemos muchas ganas de dejar a un lado las tijeras y dedicarnos, con nuestras herramientas, a servir a un señor de tanta categoría que tendrá la Corte.
¿Llegaremos a tener tal honor?
Preguntó Don Álvaro. Intrigado por la presencia allí de un mozalbete expectante.
 ¬ ¿Es este chico de la casa?
 Desde luego tiene aires de mariscal.
¿Por qué lleva esas condecoraciones?, preguntó al observar  unos cuantos dibujos que llevaba adosados en su camisa.
¬ Es que el niño tiene vocación militar, dijo la dueña de la casa.
¬ Si es así, pronto le podré los cordones como ayudante mío.
¬ Pues no espere  más.
¿A que espera siendo, como es Vd., General del ejército de Su Majestad?
Mientras entretenían con todo esto a Don Álvaro, las operarias disimuladamente, cosían con sumo cuidado las faldas de su casaca a los laterales de la silla en la se había sentado al llegar,  y las bolsas que se hacían en sus calzones, a la parte posterior.
 Cuando advirtieron que ya estaba bien sujeto, no pudieron contener las risas y carcajadas.
Violentado Don Álvaro, se revolvió y fijó su mirada en ellas, al tiempo que se sorprendió de ver un espejo.
¬ ¿Conque no había espejo?, les dijo amenazante, optando las operarias por correr a esconderse, mientras repetía.
¿Conque no hay espejo?
Os burláis, porque si no me engaño, en la casa estoy viendo......
Momento en que fue a levantarse, para comprobar las señales que referían tener en la cara, es decir los tizonazos que le había dejado marcados aquella señora del café, y casi da de bruces en el suelo, cosa que impidió al apoyarse en su vaina esmaltada en color verde.
¬ Pero…  ¿Que habéis hecho, aquí?
¡Traidoras! decía Don Álvaro, mientras hacía inútiles esfuerzo para incorporarse.
¿Qué liga o que cola habéis puesto?
¡Voto a bríos!
Esto no va quedar así.
¡Soltarme de aquí inmediatamente!
Pero, si..., ¡Me habéis cosido con la aguja!
Ya me he pinchado varias veces los dedos.
¡Maldita sea! ¡Os correré a todas con mi espada!
¡Basta ya! ¡Soltarme de una vez!
Temiendo una reacción aún más violenta de Don Álvaro.
¬ No señor.  Si lo hacemos nos sacudirá.
Así estará, hasta que se le pase la rabieta.
Sabían que no podría librarse de la silla, a no ser que rasgase sus calzones y la casaca. Una de ellas se atrevió a darle un pequeño espejo.
Don Álvaro se miraba en él, una y otra vez su cara embadurnada, mordiéndose insistentemente los labios y pensando en los amigos del café, a los que se refería malhumorado. Calmado en cierta medida, permitía ahora que las modistas fuesen deshaciendo las costuras que le habían mantenido sujeto a la silla, mientras le decían:
¬ En vez de vengarse de unas pobres mujeres. ¿No sería mucho mejor que las manchas que lleva en la cara, se las lavasen precisamente esos caballeros.....?
¬  En esto estoy de acuerdo, interrumpió Don Álvaro.
Estas manchas han de lavarse, con la sangre de esos majaderos.
Caía la tarde. Don Álvaro tenía demasiada prisa en solventar la cuestión. Tenía que vengarse de la provocación que había causado aquellos tizonazos que estaban señalados en su rostro, e hizo ademán de levantarse de la silla cuando creyó librado de las ataduras, por cuyo motivo las modistas volvieron a esconderse con toda rapidez, dejándole sólo.
Lleno de ira, se dirigió hacia la puerta de salida y... ¡Oh casualidad!
Los oficiales sicilianos, pasaban en aquel preciso momento, enfrente de la tienda de modistas.
¬ Hombre, caballeros, con Vds., quería yo hablar.
De inmediato los oficiales reconocieron aquella voz, que con la risa entre dientes, le preguntaron que donde se había metido y que le habían perdido de vista.
¬ Bendita sea la hora en que estas señoras me han retenido, pues me disponía a ir en su busca y mira por donde...
¬ Pues... También nosotros le estábamos buscando.
¿Qué eso que lleva en la cara?
¬ ¡No os hagáis los suecos! ¡Bribones!
El que lo ha causado ha de decírmelo y con su sangre me lo lavaréis, de lo contrario....
¬ De lo contrario...., ¿Qué?
¬ ¡Vive Dios! …, que a estocadas.....
Dijo otro
¬ Pero..., ¿Iba, acaso, este señor con nosotros?   
¬  ¡Hipócritas!, aún os atrevéis....., dijo con aspavientos Don Álvaro.
Preveniros para mañana.
¬ ¿Para qué señor? ¿Para qué?
¬ Para que me deis cuenta de quien ha sido el causante de estos tizonazos, o de lo contrario.......acabaré con todos.
¬ Esto es demasiado…..., dijo otro, al tiempo que daba a Don Álvaro un empujón, poniendo las palmas de las manos en su pecho y haciendo que retrocediera hacia la puerta de las modistas.                                             
Me parece que esto, señor, lo debemos arreglar entre Vd. y yo solamente y dejemos de comprometer a los demás, pues si ha de morir alguno de nosotros, seré yo el que muera, ya que el soplo de una bala deshace los agravios.
¡No, hombre no!, lo que Vd., desea arreglar mañana, yo lo quiero solucionar hoy
Don Álvaro, no tenía ocasión de reaccionar, pues este mismo oficial seguía airado y dándole otro empellón,  le hizo retroceder de nuevo.
¡Y vamos a establecer  las condiciones!
 Ahora mismo se eligen padrinos, señalando a sus compañeros.
 Tú serás mi padrino y dirigiéndose a otro:
Tú serás el de Don Álvaro,  o como se llame…
Demonio éste, que tiene la desfachatez de provocarnos.
 ¡Ahora mismo!, le dijo, dándole un  último empujón que hizo llegara, tambaleándose, hasta la misma sala que estuviera momentos antes.
Aquí, vais a ver la mejor batalla.
¡Traer las pistolas!
Y si Vuestra Excelencia es tan arrogante, no tiene por qué titubear.
Don Álvaro, sorprendido de la reacción de aquel oficial, pensaba que se había equivocado. No alcanzaba a comprender la postura de un hombre tan resuelto. Había pensado a la manera antigua, cuando los hombres eran discriminados y se dejaban avasallar humillados ante cualquier insinuación autoritaria y orgullosa, como si de esclavos se tratase.
Gracias a que todo el grupo estaba al tanto de las andanzas mentales de Don Álvaro, alguno de los presentes rompió el espectáculo.
Ya en el interior Longino Regolato, reunió en apartado a las modistas y las puso en antecedentes de lo que iba a ocurrir, instruyéndolas en la forma en que, condescendientes, habían de dirigirse a Don Álvaro.
 Así hicieron.
¬ ¡Por Dios señores!
 ¡Ay! no ¡Aquí dentro de casa, no!
¬ ¿Cómo se les ocurre que sea aquí dentro?, dijo Don Álvaro, tratando de excusarse.
¿Y estas señoras...?
 ¬ Nada tienen que temer, dijo el oficial.
Solo ha de temer el que rehúye.
¿Porque tiembla, Don Álvaro?
¿No es Vd., tan valiente?
¿Porque palidece?
Don Álvaro tratando de quitar importancia a la situación.
¬ Nunca permitiré que se me tenga por cobarde...., y porque se está haciendo tarde, si no…, además no es este el lugar más adecuado para utilizar las pistolas.
Dejemos esto para mañana,  que ya se me habrán pasado las ganas de reñir.
¬ De eso nada, este es el mejor momento, dijo el oficial.
Mañana puedo tener el miedo de morir, ahora tengo bríos para matar; si no han de sonar las pistolas han de escucharse las espadas.
Y enarbolando una de las sillas que se encontraban en el salón, amenazó a Don Álvaro.
De ninguna manera le permitiría  a Vuestra Excelencia ir otro día en mi busca, no le quepa duda de que le arrearía un silletazo.
¬ Los hombres de mi clase, dijo Don. Álvaro, no se echan para atrás. Solo por estas señoras........
Longino Regolato, dirigiéndose a las modistas:
¬ Señoras pueden quedarse o pueden salir fuera, como gusten. Les pido que permanezcan calladas, y desde luego no tienen que preocuparse de nada, ni se verán comprometidas tampoco. Ahora bien, si tienen algún miedo, pueden encerrarse en esa habitación. Cuando todo esto termine las llamaré.
Así hicieron las operarias de la tienda de modistas, al tiempo que Regolato el italiano, extraía una espada de hoja de lata, que a propósito habían traído desde el café al enterarse de la nueva odisea, por si Don Álvaro quería espada, en lugar de pistola para el desafío.
¬ Aquí están las espadas, dijo uno.
Y dirigiéndose a Don Álvaro
¬ Tiene Vuestra Merced el sable muy corto, tenga este que es más......
Le cortó su padrino diciéndoles:
¬ Como padrino de Don Álvaro, reclamo para mí esa espada
Y ya en manos del General la espada de hojalata, continuó...
Esta espada, aunque ligera es de mejor manejo.   
Don Álvaro la tomó de su padrino, la examinó detenidamente y finalmente hizo una mueca de desconfianza, dando unas cuantas estocadas al aire.  
Los padrinos de ambos adversarios les conminaron que tuvieran más calma y que cada cual ciñera el arma que ellos les entregasen y acto seguido, deberían iniciar el duelo.
El Juez dijo solemne.
-- Señores, tomen Vds., las distancias, uno enfrente del otro.
A la voz inicial, ambos cruzaron sus respectivas espadas, quedando todos en silencio expectantes en el salón, viendo el cruce de golpes entre los espadachines.   
Don Álvaro acertó en el pecho a Giovanni Calabresse, y como la espada era de hojalata, del empujón se dobló hasta juntar la empuñadura con la punta, y fue tal brío que se juntaron las caras.
Don Giovanni, al sentir el calor del rostro de su adversario, propinó un formidable mordisco en el lóbulo de la oreja de Don Álvaro e inmediatamente comenzó a sangrar.
Pensó entonces que aquella sangre era el producto de su estocada mortal, viendo manchada de sangre la casaca de Don Giovanni, por lo que se quitó el sombrero, en actitud  de saludar a su adversario y en señal de victoria, al tiempo que recibía un tremendo empujón hacia atrás haciéndole dar un traspiés y caer sobre el suelo, golpeándose la cabeza que sonó como si se hubiese roto una calabaza. 
Al oír el tremendo golpe contra el suelo, aparecieron precipitadas las operarias del taller de modistillas que se habían encerrado y todas a una se dirigieron al vencedor caído, propinándole en nalgas y espaldas, zapatazos a mansalva.
¬  ¡Basta ya!, dijeron los padrinos, al tiempo que lo levantaban agarrándole de los brazos, para ponerle a continuación de patitas en la calle.
¬ ¡Malditos! me habéis ofendido de nuevo, pero......
Uno de los padrinos:
¬ ¡Don Álvaro, marchemos de aquí cuanto antes!
¬ ¡No señor!
¿Que fueron esos golpes?
El padrino de Giovanni Calabrese que intentaba sujetar a Don Álvaro en la calle:                              
¬ Nada. Cosas de mujeres, que horrorizadas de ver el cadáver......
Don Álvaro, intentando volver a la casa:
¬ ¿Cierto es eso?, voy a cerciorarme.
Entre los dos padrinos consiguieron que no lo hiciera, volviendo a empujarle hacia fuera, mientras le decían excitados, al tiempo que se cerraba la puerta de la casa con un golpe sonoro y seco:
¬ No debe imitar a los criminales sádicos que se deleitan ante el caído y muerto. Debemos huir de aquí al instante. Tenga en cuenta que Vuestra Excelencia es un tanto pesado y si empiezan a chillar las chicas........, además....
Los jueces...
El cadáver.........
Don Álvaro optó finalmente por alejarse del lugar, sin estar completamente convencido de su victoria, mientras todos los que habían presenciado, comentaban entre risas y jolgorios lo ocurrido aquella noche. 
Un espectáculo gratuito del que habían sido protagonistas.                  
                                                                    
                                                                   IX.
No se sabe, cual fueron los resortes anímicos que movieron a los habitantes de aquella sociedad, para que estuvieran todos de acuerdo y estuvieran al tanto de las andanzas de Don Álvaro, lo cierto es que en Ávila, todo el mundo convino en seguir la corriente del que próximamente, sería nombrado General de los ejércitos de Fernando VII y en aquellos días nadie quería hablar de otra cosa.
Por otra parte, los ánimos estaban excitados, a causa de las noticias que habían producido los franceses y que ahora, con el cambio de las ideas presagiaban mejores augurios. Se acabarían las guerras y con su nombramiento se habría logrado definitivamente la paz entre sus habitantes.
Eso era lo que Don Álvaro iba pregonando: la conclusión definitiva de la guerra, cuando el fuese nombrado General; la realidad era que la guerra contra el francés ya hacía tiempo había concluido.
Desde luego, todo aquello servía como general diversión, tácitamente aceptada en aquel escenario urbano, donde el principal protagonista era el trastornado Don Álvaro, que en sus delirios de caballero andante, no hacía más que mortificarse.
¬ ¡Si, si, habré vencido!
La señora del café no tenía nada de cómico y las señoras modistas no me parece fuesen precisamente unas brujas, pues dejaron de existir ya hace tiempo.
Cierto es que me tiznaron, pero... también podía habérmelo hecho yo, con el hollín del cebo de la pistola.
¡Qué barbaridad! ¡Vitoreado y despreciado!
¡Dios mío!
¿Qué es esta confusión que me embarga?
No acierto a corresponder a los que pasan ante mí y me saludan con tanta afabilidad; otros me dicen que se me ha subido el nombramiento a la cabeza, siendo como soy con ellos tan atento y tan cortés.
Don Álvaro se deprimía dando vueltas a estas contrariedades y sumido en su desesperación estaba, cuando muchos se preguntaba las circunstancias que rodeaban al General. Y es que, afortunadamente, algunos con más personalidad, no comulgaban con estos criterios de la masa, ni veían con buenos ojos que se humillara a un hombre en tales circunstancias.
Sentado en compañía de unos cuantos vecinos, mientras tomaban un refrigerio,  asistía Don Álvaro a una de las frecuentes tertulias que se formaban en la ciudad.  Entre ellos, un caballero llamado Hernando Sotillo intentaba distraerlo de sus pensamientos y cavilaciones, viendo a nuestro personaje tan depresivo.
¬ No se esfuerce Don Ernando, no es la vanidad la que me aflige, pues aún no me ha entregado la orden el Gobernador, lo que me duele son las afrentas que me causan los que ofenden.
¡Oprimen tanto mi corazón!
Las mejillas de Don Álvaro se humedecieron con algunas lágrimas que se desprendieron de sus ojos, cuando seguía diciendo: 
¬  Una buena satisfacción es la que necesita mi alma.
¬ Crea Vuestra  Excelencia que lo siento infinitamente, dijo Don Ernando.
¬ Muchas gracias. Podría Vd., muy bien ser mi padrino en mi encuentro con los oficiales sicilianos.
¬ ¿Como dice?
¿Aún piensa en provocar nuevos altercados, volver de nuevo a las andadas?
 No sería mejor dejarse de......
¬ ¡No quiero que se me tome por un cobarde!
¬ Le temo. 
Le temo a Vd., Don Álvaro, porque lo malo se contagia y creo que si no nos olvidamos de estas malas costumbres, van a resurgir estos desafíos tan perjudiciales. Hasta tal punto que ya se pueden ver a los chavales jugar a los duelos, con pistolas de madera.
¬ ¡Vaya! dijo Don Álvaro, con satisfacción.
¿Con que ya se ensayan en estas lides?
Don Ernando considerando que debía desviar la conversación.
¬ Sí señor, ya ensayan con estos juguetes con la forma parecida a una pistola, cortan cañas para darlas esta forma para cargan de arena y sacudiéndolas unos sobre otros. El juego consiste en dejar en medio de un corro a dos de ellos que son los que portan estas pistolas de caña cargadas de arena. Y con arreglo a su imaginación, les vendan los ojos; dicen que con ello evitan que el cuerpo huya mientras se dispara.
Es decir que si esto sigue así, se va a poner de moda el juego de las armas.
Don Álvaro
¬ ¿Y ahora quiere Vd., que yo renuncie?, cuando espero que sea mi padrino.
Don Ernando Sotillo, ante la insistencia del General, viendo que nada podía hacer para sacarle de sus ideas.
¬ Para esto tengo primero que reunirme con los oficiales y si veo que alguno de ellos es el causante de su aflicción,  o que se presuma….
En fin deje que todo quede de mi cuenta.
¬ Agradezco mucho su atención, dijo Don Álvaro, al tiempo que estrechaba la mano de Don Ernando.
¬ Estoy a su servicio Don Álvaro, dijo el caballero que presuroso se alejó del lugar con la intención de no volver a ver a tan tenaz ejemplar, y viendo al poco, como le conducían sus presuntos amigos con el único objeto de divertirse, sin llegar a creerse del todo que al fin lo había podido despegar de su lado.
En efecto, la mayoría veía a Don Álvaro muy obcecado en las pendencias, por las que creía que había de brillar su honra, que como el mismo decía, era la única base en que Fernando VII había de apoyar la mejor columna de su trono. Era una ocasión única que les permitía valerse de sus tonterías para divertirse.
Cuan perjudicial es para un hombre que entregue su pensamiento, a las cosas que juzga convenientes y las cree favorables. Estas cavilaciones suelen hechizarlo y tras sus encantos, irremediablemente eleva su alma a la idea preconcebida. Si no hay nada que le distraiga de esta obsesión, creerá que está en lo cierto, sin ni nadie se oponga a su creencia.
Así que Don Álvaro, en la certeza de ser General de los ejércitos españoles, consideraba  que se le había de tratar como a un héroe.
¡Pobre hombre!, desdichados todos los que por un momento sufren estas psicosis y alucinaciones y no logran superar estas crisis en su pensamiento; la sociedad no perdonará  su decadencia y serán escasos los que le ayuden a remontar el vuelo.
Obsesionado y reduciendo su atención al círculo de los oficiales sicilianos, llevaba el General todas las papeletas para ser el blanco de comentarios, rumores y murmuraciones; de esta manera estigmatizado,  fue erigido como juguete predilecto.
Algunos corrieron la voz de que el capellán Rovira había ganado el castillo de Figueras, por lo que lleno la ciudad de un entusiasmo inusitado. Los vivas se repetían por doquier con la alegría que se experimenta, ante estas victorias nacionales y cuando los corazones se libran de las angustias.
Sin embargo nuestro General, apoyado en su sable esmaltado en color verde, se esforzaba en manifestar la nulidad de la victoria de Rovira, atrayendo en contra de si los ánimos de los que apreciaban aquella acción en su valor.
¬ ¡Qué Rovira, ni niño muerto!
Yo solo al frente de la tropa, en un instante tomaré todos los castillos y caerán todas las murallas al toque de mis cornetas.
¬ ¡Fuera de ahí! decían algunos.
¬ ¡Que se calle esa cotorra! decían otros, hilarantes.
Confundidas estas voces con los vivas a Rovira, resultaba tal tumulto que cada vez atraía hacia al lugar a más gente, uniéndose a toda aquella marimorena.
Los oficiales al ver tan apurado al General, decidieron sacarle de aquel atolladero,  pues cada vez más se veía rodeado de aquella multitud.
Don Álvaro,  con el aturdimiento y contrariedad en que se hallaba.
¬ Señores, ¿es que no están Vds., satisfechos, o quieren perseguirme aún más?
No estoy dispuesto a sufrir más mofas.
¿Acaso quieren hundirme?
¬ Pero Señor, dijo Longino Regolato, que se había convertido en el eterno acompañante de aquellos, a sabiendas que habría más ocasiones de divertimento.
Estamos incomodados de pensar que nos tiene en mal concepto. Por nuestra parte tiene todas nuestras simpatías.
 ¿No es verdad caballeros?
¬ Todos estamos con Vuestra Excelencia, dijeron los oficiales.
¬ Lo creo. Pero....
¬ Ese pero yo se lo explicaré, dijo el italiano.
Se trata de la envidia que le tiene  un tal Don. .... de quien no quiero decir su nombre.
Se trata de un intrigante que no puede soportar que haya sido Vuestra Excelencia el elegido para ostentar tan honroso cargo,  y no contento con hablar mal de su persona, mal mete si saber cómo........     
En fin, es él el único.........   
¬ ¡Es suficiente!, dijo Don Álvaro en un arrebato de cólera.
¡O él o yo!     
Si se considera lo suficientemente capacitado para ocupar mi puesto que me lo dispute. Y si lo alcanza mejor para él.   
Desprecio la vida, mientras ese señor no reconozca estar por debajo de mí.                               
 Dijo el italiano.
¬ No sé si consentirá.
¬ No se preocupen caballeros que yo le obligaré. Para dar la última prueba de mi honra y cerciorarme de vuestra amistad.…....
¬ Diga, diga......   
¬ Esta noche se ha de ir a casa de ese señor, a fin de ponerle en antecedentes e instruir en todas las formalidades del duelo. No se puede ir por este mundo de esta manera, dijo Don Álvaro dolido. 
Es preciso que sepa el mundo  que el rey Fernando, no podía elegir  para custodia suya  y de sus dominios, otro como yo y no creo estar equivocado.
¬ Bien dicho, dijo el italiano.
 Corre por mi cuenta el encargo.
Entretanto descanse...., nosotros le buscaremos padrino.
¬ Y le dirá que será con dos armas con las que tendrá que batirse conmigo.
En la mano izquierda la pistola y en la derecha la espada.
 Dijo el italiano:
 ¬ ¿Es que acaso así también se peleaba? 
Yo creía que solo era con una sola de las armas, con las que se peleaban los caballeros de antaño.    
¬ Así era en efecto. Pero porque uno era el agravio que se disputaba; no es este el caso que nos ocupa.
Aquí son dos los agravios:
¡Mi destino y mi valor!   
¬ Bien. Bien. En tal caso se le obligará..., dijeron los oficiales.  
Todo esto, aunque se había tratado con cierta reserva, no dejaron de oírlo  muchos de los que llevaban a mal las manifestaciones de Don Álvaro, algunos amigos de los oficiales les pidieron acompañarles, para presenciar el desafío, camuflados bajo las mantas que les servían de ponchos.
Esa noche Don Álvaro se acostaría tarde y…, preocupado; de ahí que al día siguiente, se levantó muy temprano, no había dormido bien, se había despertado con cierta frecuencia con un dolor en el pecho, fruto de la ansiedad.
Sus creencias religiosas le llevaban a orar mentalmente, logrando así conciliar el sueño por momentos. La cabeza le daba vueltas y no estaba seguro de que aquellos que se decían sus amigos cumplirían su palabra. Al fin y al cabo era consciente de su estado y cómo todas las mañanas imploraba al cielo, en busca de ayuda para hacer frente a las adversidades del día.
El traqueteo de los caballos y el chirriar de los frenos de dos calesines frenando en la puerta de su mansión, le indicaban que había llegado el momento de partir hacia el campo del honor.
¬ Ya están ahí, dijo a Tercero, asomándose a la ventana.
No me han engañado, amigo mío.
Son ellos, le dijo emocionado, al tiempo que casi le saltaban las lágrimas. 
 Bajó de inmediato y sin parar un segundo, subió al calesín donde se encontraba su padrino. En el otro iban los amigos del café.
       En pocos momentos llegaron los dos coches de caballos a la casa del señor en litigio. Don Álvaro entraba en el vestíbulo y cuando se proponían todos subir las escaleras, fueron detenidos por dos hombres corpulentos, de largas barbas blancas, impidiéndoles el paso,  mientras se abotonaban elegantemente sus levitas.
¬ ¡Alto ahí!, dijo uno con voz ronca y fuerte.
No tiene Vuestra Excelencia por qué precipitarse.
El que requiere su atención, bajará en un momento.
Ha de saber que mi señor admite el desafío y el uso de las dos armas, siempre y cuando se disparen las pistolas a la vez. Después si los dos resultan heridos, usarán las espadas. Del mismo modo las estocadas siempre han de dirigirse al pecho.
¬ Si ha de ser así, es necesario ensayar previamente, dijo el padrino de Don Álvaro.
¬ ¡Nada de ensayos y dejen ya de provocaciones!, dijo el otro de los barbudos. No vaya a ser que todos tengamos que pelear.
¬ ¡Pues no faltaba más!, dijo Don Álvaro.
Díganle a su señor que le estoy esperando. O, ¿Es que les parece a Vds., que me acabo de caer de un olivo?
Está tratando con un Brigadier del primer soldado de España.
¬ ¡Ande ya, ande!
Habrá de esperar por mi amo que está desayunando.
¬ Si es por eso, soy partidario de la buena cortesía, dijo Don Álvaro.
¬ Pues ¡no se hable más!, dijo el otro barbudo, al tiempo que extendía el brazo de modo un tanto insolente, intentando con este gesto, echar con desprecio de la casa a Don Álvaro.
Cuando ya camino del campo del honor marchaban los calesines, les adelantaron tres caballo a todo galope que montaban los dos barbudos y su señor, el adversario del General, siendo observado este trasiego por las gentes que transitaban por las calles, dada la hora del día, una hora muy concurrida en la ciudad.
Tanta gente había que los padrinos temieron que la emprendieran con Don Álvaro. Dadas las circunstancias, determinaron salir por una de las puertas de la muralla y dar un rodeo hasta entrar por el acceso de las proximidades del puente del Adaja, para subir hasta dar con un solar que se encontraba en el antiguo barrio judío.
Aun así, no pudieron evitar que muchos lograran dar con el sitio.
Y ya en él, dijo uno de los barbudos, a todos aquellos que trataban de ocultarse tras los ponchos.
¬ ¡Fuera sombreros!, ¡Fuera mantas!, ¡Fuera ponchos!
Quien sale a la palestra es mi señor.
Y como si se tratasen de soldados:
Dejen el espacio libre, sitúense bien al costado derecho o en el izquierdo....
 ¡Aquí, los padrinos!, señalando el lugar a ocupar en la ceremonia, con aquella misma voz grave que trataba de intensificar en pos de su autoridad, al mismo tiempo que acercándose a ellos, disimuladamente y en voz queda, les iba diciendo.
¬ Estar todos atentos a mi señal.
   Todo estaba dispuesto según aquel barbudo había diseñado; entonces hizo una manifiesta reverencia, a manera de saludo cortés, para que salieran al circo los candidatos de la muerte.
Así lo hicieron Don Ángel Casasola y Don Álvaro de Carvajal, tomando cada uno las armas de sus respectivos padrinos, que sacaron de unos capotes largos, mientras les decían que las inspeccionaran bien  y dieran su conformidad.
Lo hicieron colocando las vaquetas en las pistolas y blandiendo las espadas.
Ambos aceptaron aquellas armas.
Dijo el padrino de Don Álvaro
¬ No se vendarán los ojos ¿estamos de acuerdo?
El otro barbudo, padrino de Don Ángel Casasola con bastante importancia:
¬ Eso y todo, lo debo decidir yo.   
¬ Vd., manda, contestó el padrino de Don Álvaro., aunque pienso que tenemos derecho al mismo voto, así que procuraré por mi ahijado.
¬ ¡Que! Interrumpió el barbudo
¡Silencio! le digo a Vd.
Viendo esto, uno de los espectadores comentó:
¬ No estoy dispuesto a ver altercados de ninguna especie, únicamente estoy aquí para defender.......
¬ ¿Qué es lo que tiene, que defender?, dijo el barbudo, dándole un tirón de la manta con que se cubría.
¬  Si señor, defenderé.......insistía el espectador.
Y el barbudo, soltándole:
¬ A ver, quién es el valiente que se menea, mientras se enfrentan estos señores.
Tan solo concederé al padrino de Don Álvaro que acuda en su ayuda, cuando la cosa no vaya bien.
¬ Estamos de acuerdo, le respondieron.
¬ Si los señores están preparados, pueden acercarse y daré inmediatamente la señal.
Don Álvaro y Don Ángel se acercaron al lugar señalado, se dieron la espalda e iniciaron en sentido opuesto y sin desviarse de la dirección, la cuenta de treinta pasos, volviéndose al finalizar los mismos, para enfrentarse y apuntarse mutuamente las pistolas.
¬ Preparados.
¡Fuego!
Y como solo estaban cargadas con un taco de papel, al momento de efectuar el disparo, solo salió de los cañones una llamarada y por lo tanto ninguno de los dos sufrió la más mínima rozadura.
¬ Bien. No se han tocado, dijeron los padrinos, por lo tanto no se volverá a repetir.
Un murmullo de satisfacción se oyó entre los espectadores que parecían haber estado petrificados, por el respeto que se tenía a estos tipos de espectáculos. Hubo de llamarse a que guardasen de nuevo silencio, alzando entonces la voz el barbudo que decía:
¬ Valor mi amo.
 Al suelo las pistolas. Vayamos a las espadas.
Don Álvaro tomó una de las espadas y dando unas estocadas al aire, dijo con bastante mal humor.
¬ Esta punta no va nada bien.
¬ ¡Como que no!, le replicó con ira el barbudo, dándole con una de aquellas mantas sobre el estoque, haciendo que cayera al suelo.
Todos los presentes que allí se encontraban enfundados en sus mantas, creyendo que esta era la señal para intervenir, se lanzaron en pos de Don Álvaro, repartiendo mantazos a diestro y siniestro, de tal manera que no sabían a quién daban y a quien no.
Don  Álvaro se vio envuelto en una gran polvareda, saliendo de estampida de aquel lugar, corriendo como alma que lleva el diablo, calle abajo, seguido de los perros ladra que ladra y escuchando el griterío de las gentes.                                          
 
                                                               
 X.
 Había que seguir la diversión con el pobre Don Álvaro, los oficiales sicilianos eran insaciables, aunque no dejaban de sentir lástima y deseaban tratarlo con cierta suavidad. El follón que se había producido, gracias a Dios, no produjo consecuencias desagradables y, a no ser por la huida a toda pastilla del General, a buen seguro que hubiera sido el blanco del desahogo popular.
Algunos decían:
¬ Que perjudicial es que un hombre se señale en cosas que están fuera del orden natural.
Dios quiera que esto le sirva de escarmiento y vuelva a la razón, para su mismo bien.
A pesar que él creía lo contrario, evidentemente para las gentes de aquella ciudad, el cerebro de Don Álvaro iba de mal en peor, desvariaba por momentos y sus ansias de venganza era superior a las fuerzas naturales que años atrás había perdido dentro de la institución militar.
Pasaron algo más de treinta días......
Aparentemente había recuperado la calma, en aquel tiempo había dejado a un lado la preocupación de ser nombrado por el rey, para las altas magistraturas castrenses, decidiendo que mientras llegara tal momento, se dedicaría a poner sus pensamientos en orden, al tiempo que se entretenía con su deporte favorito, la caza.
No en vano era un buen tirador y tenía un buen perro. Tercero aunque ya mayor, era excepcional cuando salía al cazadero y rastreaba por la dehesa de Silleros, de la Florida  o Pedro Bernardo, los conejos, liebres y codornices, poniendo las piezas a tiro de su amo.
Sucedió un buen día, ya de vuelta con dos perdices  y tres conejos apiolados al cinto, cuando se disponía a terminar la jornada. Caía el sol cuando Tercero husmeando en busca de algún rastro, metió los hocicos en una de las innumerables retamas.
Don Álvaro le vio retroceder, aculando, algo a lo que no estaba acostumbrado a ver, pero que dado su experiencia por aquellos montes, supuso que algo anormal había ocurrido. Se acercó a la retama y apartando el ramaje con la caña de la escopeta de dos cañones, pudo comprobar que se trataba de una víbora, que se deslizaba por entre las piedras.
No dio la menor importancia al asunto, pero conforme llegaban a la mansión, Tercero se mostraba cada vez más triste y caminaba muy lentamente detrás de su amo. Fue entonces, cuando se percató el general que a su fiel perro le había  mordido el peligroso reptil.
¬ Faustina! gritó a su ama de llaves entrando en el patio.
Pronto, trae un imperdible y ven inmediatamente a ayudarme.
 Tercero tenía el cuello hinchado de una manera tremenda, la parte derecha de la cara y hasta el mismo ojo lo tenía cerrado. Faustina agarró con fuerza las fauces del can, como había indicado Don Álvaro.
¬ No temas, pero no lo sueltes hasta que yo te lo diga.
Llegaron otras sirvientas y entre todas sujetaron a Tercero por las patas, una vez  tumbado sobre el costado izquierdo. De inmediato Don Álvaro desdoblado el imperdible comenzó a pinchar una y otra vez. Se revolvía Tercero a cada pinchazo, mientras el veneno fluía por los mismos.
Quizás fueran más de cincuenta los golpes de acupuntura que el pobre can recibió, antes de que le soltaran. Después medio moribundo le dejaron  sobre una manta, con la esperanza de que el tratamiento tuviera los resultados por todos deseado, especialmente para el General que sufrió una gran contradicción, creyéndose culpable de lo sucedido, por haber alargado tanto la caza.
Aquella noche volvió a las andadas de las noches en vela, esperando ver a Tercero recuperado al día siguiente.
Y así fue en efecto, nada más levantarse fue a su encuentro, encontrándole algo más animado, había abierto los ojos y tras tres días de recuperación ya comía con las mismas ganas de siempre y Don Álvaro experimentó un cambio a mejor, hasta tal punto que decidió de nuevo enfrentarse al mundo, volviendo a sus paseos habituales por la ciudad.       
Se le veía afable cuando hablaba de temas bélicos o de cualquiera otra cosa que no tuviera relación con duelos o desafíos, pero llegado a este punto, su imaginación volvió a superarle, apretaba los dientes y cerraba con fuerza los puños, dando fehacientes muestras del recuerdo que albergaba hacía aquellos oficiales sicilianos, que seguían trayéndole de mal en peor.
Y volvió a la soledad del salón de su casa, con la única presencia de Tercero. Enfrascado en aquellas ideas fijas, hacía que permaneciese postrado en su sillón largas horas con la mirada perdida, lleno de melancolía que le desgarraba las entrañas, falto de toda aquella vitalidad que pensaba había recobrado.
Aunque en aquellos tiempos estaban prohibidos los bailes de máscaras, ocasión propicia para disfrazarse, en algunas casas de Ávila, de tapadillo, se daban esta clase de reuniones.
Los asistentes se vestían con una serie de objetos, logrando disimular su personalidad, adoptando una caracterización nueva que les permitía abstraerse y vencer sus complejos. Otros vencían durante estas fiestas, el abatimiento en que se hallaban.
En estas reflexiones estaba Don Álvaro
¬ ¡Hasta aquí hemos llegado, Tercero!
He decidido ir al baile de máscaras que se da en la casa de Don Emiliano  Marlín. 
Don Álvaro se vistió con sus mejores galas. Entrando por la puerta de la casa de Don Emiliano,  abierta para la ocasión de par en par, cruzándose con un grupo de disfrazados.
¬ ¡Que envidia nos da, con tantas condecoraciones!
¡Tantas fajas! ¡Qué entorchados!
Como si todos ellos estuviesen advertidos, nadie hizo mención de los amigos del café, para no irritarle, insistiendo, sin embargo en recalcar el buen gusto de su uniforme de General.
Otro decía:
¬ Ande Don Álvaro que bien contento tiene que estar, que pronto le otorgarán el mando.
Y otro:                                               
¬ ¡Qué suerte, tener tantos honores!
¡En hora buena mi General!
Ufano puede estar Su Excelencia. Pero.....
¿Acaso esta, triste porque su novia no le escribe?
Vamos, vamos, mi General, no se haga el desentendido.
Don Álvaro quedó con esta pregunta un tanto intrigado, aunque pensando que a los que llevaban las máscaras en estas fechas, se les debe consentir tales comentarios y trató de no hacerles el menor caso. Dándose media vuelta, escabulléndose, entró en una habitación, donde ninguno de los allí presentes llevaba máscara puesta.
¬ ¡Novia yo!, decía a media voz, mientras se paseaba por aquella sala.
¿A no ser que la ninfa del café se atribuyera........?
Pero ¡Vive Dios!
¿Cómo no he caído en ello?
No hay duda de que todos estos que se ocultan bajo el disfraz, son los mismos que se han estado mofando de mí.
¿Y si esto fuera así?
Entregado estaba Don Álvaro a estas reflexiones paseando y excitado, cuando en una de aquellas revueltas se vio, de repente, reflejado en un gran espejo del que hasta ese momento no había reparado y que se encontraba en el corredor dando frente a la puerta que había dejado abierta, parándose ante él instantáneamente.
Su corazón comenzó a palpitar rápidamente. Don Álvaro mostraba un gesto de fiereza, mientras decía airado:
¬ ¡Con que es cierto!    
¡Ese atrevido por remedar mis blasones, se ha disfrazado con todas mis condecoraciones!
¡Par diez! no contento con zaherirme, encima viene a completar la jugada para insultarme en esta sala.
No lo vas a conseguir, ese disfraz no impide que sepa quién eres.
Y siguió dando vueltas sumergido en sus desvaríos, pensando en la desvergüenza de aquel individuo enmascarado. Su desesperación iba en aumento, mientras se daba continuados puñetazos en la frente
¡Envidia!
No puede ser otra cosa más que la pasión, la que alimenta a esos corazones indignos.
¡No me humillarán!
¡De ninguna manera!
Lo prometo ¡Voto a bríos!
  Volvió la cabeza y sus ojos fueron a fijarse, de nuevo, en su figura reflejada, parándose ante ella.
¿Aún estáis ahí?
Te conozco. Desaparece de aquí inmediatamente si no quieres que......
¡Maldito! veré si burlándote de mí uniforme, de mi sombrero, de mis calzones y de mi casaca, eres capaz también de burlarte de mí espada.
Y echando mano a ella, enfundada en su vaina esmaltada en color verde, y ver la misma acción en el espejo creyó Don Álvaro que aquel individuo de su imaginación, no llevaba muy buenas intenciones.
Reflexionó al instante.
¬´Aquel que tiene miedo, lleva las de perder.
Haciendo un gran esfuerzo, se puso en guardia en defensa de su integridad.
En esa postura, reflejada en el espejo, le vieron los amigos del café, parándose.
¬ ¡Válgame Dios! ¡Fijaos!, dijo uno de los oficiales sicilianos.
Pero si es Don Álvaro, ensayando delante del espejo.
Señalando un sofá que se encontraba en el mismo corredor, al lado de la puerta de salón, enfrente del espejo, dijo  Longino Regolato:
¬ Sentémonos aquí.
Así lo hicieron, pero el golpe que dio el respaldo contra la pared, produjo un ruido  que al oírlo Don Álvaro se estremeció, situación que se reflejó en el espejo y vieron los oficiales que permanecieron callados.
¬ No te perderé de vista, no, dijo el General, mirando a su homónimo en el espejo.
Sigues en tus trece ¡Márchate de una vez!
¡He de descubrirte!
Estamos solos, rufián. No creas que voy a luchar sin saber quién eres.
¡Eres terco!, ignoras que el corazón se revuelve,  cuando intuye el peligro de que le  tomen a uno por cobarde.
 Más...
Ahora no estoy en disposición de lucirme, nadie presencia esta lucha.
 ¿Acaso piensas indigno enmascarado que si me buscas, tenga la intención de   huir?
Nada de eso. Expongo mi vida como lo hacían aquellos señores que se presentaban al duelo, con toda la serenidad del mundo, sin que les temblara el pulso.
¿Tiembla el tuyo, bribón?
Los oficiales se desternillaban de la risa, haciendo que el sofá se tambaleara continuamente, procurando contenerse para no ser oídos, pero no pudiendo, con sus constantes vaivenes, evitar los golpes del respaldo contra la pared.
Don Álvaro confundió aquellos ruidos con pasos, mirando a un lado y otro, tratando de conocer de donde procedían, incomodándose al ver que en el espejo seguían los movimientos de su imaginario adversario, mientras esgrimía la espada de un lado a otro.                                                     
¬ ¡Villano!    
Párate de una vez, si no quieres que te atraviese de parte a parte.     
Los oficiales continuaban ocultos, pasándolo en grande.
¡Si también remedas mis acciones, yo acabaré con tu valor!, exclamó airado Don Álvaro,  abalanzándose resuelto con su espada, en dirección al espejo.
Los italianos vieron salir la punta de la espada por el marco de la puerta, momento que aprovechó el italiano para dar un palotazo a la hoja de acero.
Don Álvaro se estremeció, retirándose aturdido:
¬ ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?
¡Socorro! ¡Ayuda!
Este momento de confusión fue aprovechado por los oficiales, para cerrar la puerta del salón, quedando solo y malhumorado el desequilibrado Don Álvaro.
¬ Que lástima de hombre, siempre con esas ideas tan descabelladas y encadenado a sus ilusorios aires de grandeza, dijo Giovanni Calabrese.
Pronto el gran salón, donde se celebraba la fiesta de máscaras, convertido en un bullicio de gentes bailando, hablando, riendo, envueltas con los acordes musicales procedentes de una pequeña orquesta, se tornó silencioso.
Todos creyeron que algo grave había sucedido. Salieron como si de una estampida se tratara, en busca de la escalera, muchos de los asistentes se quitaron las máscaras, mientras los anfitriones acudían al lugar, de donde procedían aquellos extraños ruidos de sables.
¬ No se preocupen, dijo Longino Regolato.
No ha sido nada.
Tranquilícense Vds., yo les contaré.
Así lo hicieron los dueños de la casa, expectantes, preguntándose extrañados que podía haber ocurrido. El italiano mandó que se abriese la puerta del salón donde se encontraba Don Álvaro, al tiempo que les decía:
¬ ¡Atentos!
Don. Álvaro pensó que aquella algarabía que se había formado de repente,  podía ser bien,  las voces de los que creía vinieran a ayudarle, o por el contrario procedentes de los que venían a seguir burlándose.
Resuelto a todo, abrió violentamente la puerta, enarbolando el sable. Los anfitriones se echaron para atrás, temerosos de recibir alguna estocada, retirándose también a toda prisa.
Pero lejos de seguir arremetiendo, quedó Don Álvaro paralizado, temblaba ante su propia imagen reflejada en el espejo al creerse acorralado, por lo que todo el mundo que había emprendido la carrera quedó parado, en silencio y sorprendidos.
Dando una patada al suelo, dijo el General
¬ ¡Sois todos unos cobardes!
Volviendo a cerrar de nuevo la puerta, con un golpe tan fuerte que se estremecieron las paredes.
Los oficiales sicilianos aprovecharon lo ocurrido para seguir con el cachondeo, diciendo que era una verdadera hazaña, la que había protagonizado Don Álvaro, pensando en quitar de la pared aquel espejo, con el fin de propiciar la salida del General.
Esto fue oído por Don Álvaro, a pesar de tener la puerta cerrada y en voz alta gritó.
¬ ¿Se han cansado Vds., de divertirse a mi costa?
Si piensan que no estoy en mis cabales, no veo otra alternativa que limpiar mi honra y exijo en duelo al anfitrión, la satisfacción que corresponde a mi alcurnia, después de las burlas que se han propiciada en su casa.
Don Emiliano Marlín
¬ ¡Por Dios que nadie ha pensado en burlarse de Vuestra Excelencia!
¬ ¡Ya! ¡Ya!
Algunos dijeron:
¬ Salga, salga Vuestra Excelencia y verá........
¬ Por supuesto que salgo.
¡Ahora mismo! 
No crean que voy a permanecer aquí encerrado toda la vida, me entrego como se entregó Artajerjes.
Todos trataron de persuadir al General de que nadie había colocado el espejo, con el objeto de burlarse de él y que siempre estuvo en ese lugar.
¬ ¡Bueno! ¡Bueno!, como Vds., quieran.
¡Déjenme salir de aquí de una vez!
Y aturdido, abriéndose paso entre todos los allí presentes, salió Don Álvaro a la calle en dirección a su casa, después de envainar su espada y sin permitir que nadie le acompañara.
                                                                 
 
         XI.
 Aquel baile de máscaras había terminado como el rosario de la aurora. Los oficiales sicilianos se habían quedado comentando con el dueño de la casa, Don Emiliano Marlín, como dar explicaciones a Don Álvaro, de que nadie había pensado en burlarse de él.
Al día siguiente no salían del asombro que les produjo la aparición, aquella misma mañana, de un pasquín clavado en la puerta principal del Ayuntamiento de la ciudad y redactada de la siguiente manera:
"Mucho siento señor mío tomar la pluma, pero los impulsos de mi honor que pueden más que yo mismo, me obligan. Lo siento en mi alma profundamente, pero esta misma alma quiere estar en su cárcel con menos grilletes. Jamás he contraído matrimonio por no ponerme esposas. Mi alma, amante de la independencia, procura siempre que le quite el peso con que ayer, caída ya la noche fue oprimida por la  burla que se hizo a mi persona.
Es por tanto preciso complacerla y para ello es indispensable que Vd., manifieste públicamente que no se me ha burlado, como era costumbre de la antigua usanza entre caballeros. Soy de Vd. su mofado; es preciso que sepa que no soy ningún cretino".
Muchos se lamentaron que Don Álvaro hubiera llegado a aquellos extremos, movidos de cierta compasión y no dándose por aludidos.
Don Álvaro seguía llamando la atención, con su singular comportamiento. Todo aquello que expresaba de resultas de sus contradicciones, llegaba de inmediato a todos los rincones de la ciudad. Era de sobra conocido que Don Álvaro tenía in mente dirimir los asuntos a la antigua usanza.
Y ello bastaba para que muchos apetecieran presenciar cualquier escena, en las que estuviese él presente. Lo acaecido en la casa de Don Emiliano, había corrido como reguero de pólvora de boca en boca por la ciudad y dado su afición a buscarle tres pies al gato, sospechó que aquella nota no sería comprendida por la gente, sufriendo de nuevo una profunda contradicción.
Así sumergido en una de sus habituales crisis de identidad, decidido a vengarse, fue en busca de un mediador,  convencido como estaba que había sido motivo de una afrenta por parte del señor del espejo. Un amigo que le obligara a darle la satisfacción debida, por las burlas recibidas. 
Buscaba un hombre y lo encontró.
Después de saludarlo, intuyó en él la suficiente integridad como para darle su confianza.
 Así fue como Don Saturio Casillas, comerciante de una tienda de ultramarinos, que se encontraba sentado a la fresca, en la puerta de su establecimiento, situado en uno de los chaflanes del mercado chico, se ofreció como tal mediador, aunque a decir verdad, lo que se propuso fue seguirle la corriente, como tantos otros hacían, y ver al pobre Don Álvaro metido en nuevos berenjenales.
Eso sí, no sin ciertas dudas, ya que el comerciante recordaba algunas de las anécdotas violentas protagonizadas por el General; había presenciado aquella de los estornudos, por lo que estaba  un poco indeciso.
Balbuceando.
¬ Ya sabe Don Álvaro, que soy vuestro amigo.
¬ Lo sé, lo sé.
Por eso mismo,  después que yo le refiera lo que me ha sucedido, comprenderá el porqué de mi confianza en Vd.
Después de darle las explicaciones habidas y por haber, Don Saturio se dio por enterado, entrando hacia el interior de su tienda, después de asegurar al General que le serviría en todo lo que buenamente pudiera.          
No tardó mucho en ir en busca de los oficiales sicilianos que sabía se encontraban  en la casa del baile de máscaras, para comunicarles lo que le había contado Don Álvaro.       
 He aquí que una señoritas que se encontraban en uno de los salones contiguos, decidiendo sobre los disfraces que debían ponerse para asistir al próximo baile, oyeron las conversaciones de estos oficiales y salieron precipitadamente, suplicando que se hiciera comparecer allí mismo a Don Álvaro de Carvajal, pues estaban deseando ver las figuras tan divertidas que estaban escuchando.
¬ ¡Ay! dijo una de ellas
No me he podido reír más. Lo de los zapatazos ha sido genial.
Estoy deseando verlo de nuevo
Otra dijo
¬  Os ayudaré  en lo que pueda, con tal de repetir la escena, al tiempo que esbozaba una sonrisa maliciosa.
 Unos y otros se pusieron manos a la obra, con tal de complacerlas, acordando que sería el tendero de ultramarinos, quien se encargara de hacer lo necesario para convencer al  vilipendiado Don Álvaro, para que fuera a la casa.
Con esta idea en la cabeza, fue Don Saturio a presencia del General, y dar satisfacción a la empresa que le había confiado, refiriendo a su antojo lo que le había sucedido y malmetiéndole en la venganza, al tiempo que le prometía ser su padrino e incluso ponerse en su lugar, si su brazo desfalleciera.  ¡Menudo hipócrita!
El mismo se encargó de buscar el local donde convendría mejor tener la entrevista, y poner una escolta suficiente, para que le guardase las espaldas.
 Don Álvaro, manifestó que aceptaba su protección, recordando lo que le había sucedido con el juego de las mantas y agradeció la oferta, diciendo:
¬ Esta bien.
Me pongo en sus manos.
Hasta las del General llagaba un sobre cerrado y lacrado, entregado por un criado de parte de las antedichas señoritas, momento en que  Don Saturio se  despedía. Don Álvaro de Carvajal, con gesto  de suficiencia y arrogancia, evidenciando tener frecuente correspondencia, rompiendo el sello con pausado ceremonial extendiendo el papel lee:
"Excmo. Sr.
El sexo débil, tan expuesto al terror, jamás podría presentarse en parte alguna. La noche que un puñado de pisaverdes procuró incomodaros, nos puso a una parte de señoras en gran consternación, obligándonos a no volver a asistir más a estas fiestas que en estos días nos proporciona la sociedad. Vuestra Excelencia, con su presencia, evitó con su valor que nadie se atreviese a atentar contra nuestra integridad.   
En V. E., confiamos, podremos así asistir a otros bailes. Quedamos a su disposición acogiéndonos a su valeroso brazo.
Atentamente"
Don Álvaro doblando el papel:
¬ No se puede llegar a más.
Y aún querrán hacerme creer que no se me ha ofendido.
¿Quién será capaz de persuadirme, en vista de este contenido?
¿Debo dejar el asunto de esta manera?
¡No! Levantaré cuantas caretas sean necesarias y evitaré que los pisaverdes molesten más a esas señoritas.
No puedo consentirlo, sería un criminal si no lo hiciera.
Buenas son las señoritas para que con sus lenguas... pronto iba yo a ser el más despreciable del mundo.
Es más. Si dejo de arreglar estas vilezas. ¿No me deshonrará mi rey?
  Y luego qué.........
No señor, Allá iré para hacer que esas u otras señoras puedan ir a donde se les antoje, y si algo les sucede quiero que sea bajo mi protección.
Excitado, Don Álvaro se dirigió a su bargueño y tomando pluma y papel, escribió:
"Apreciables señoritas, es mi deber aunque no sea más que por mi situación, dar una prueba de mi carácter. Por mi honor, les aseguro que pueden ir al baile con toda tranquilidad. Soy de Vds., su indigno protector que basa sus pies. Álvaro de Carvajal."
La nota fue enviada al instante a la casa de máscaras, por medio de Faustina, a quien confiaba sus más importantes encargos.
Las señoras acogieron con sumo gozo estas notas, venidas de mano del General. Unas a otras se felicitaban por el éxito que habían tenido en la empresa, y convinieron con los oficiales sicilianos y Don Emiliano, el señor de la casa de disfraces, enviar una nueva nota a Don Álvaro, para advertirle que el encuentro se celebrase al día siguiente al del baile.
Don Álvaro leyendo.
¬ ¡Que se han creído esos malandrines!,  dijo, rasgando el papel.
Iré, pero será con la protección que mi amigo me ha prometido.
 Así atenderé a esas señoritas que conozco me quieren, pues, como débiles acuden a la protección de los fuertes y como delicadas huyen de los bravucones; como risueñas apetecen de la seriedad; como amorosas se arriman a la castidad.
Y arrugando finalmente entre los dedos los pedazos de papel, los lanzó con furia sobre el suelo.
¬ Conocerá la fuerza de ni nobleza tan despreciable caballero que, cobarde apela a la reconvención, como bufón defiende a los burlones y como embustero se acoge a la falsedad.
 No, no se ha de escapar
¿Cando es el baile?¨, le preguntó a Don Saturio, su padrino y falso amigo.
¬ No lo he preguntado, y por lo que dice de ir acompañado, cuando guste verá que mi gente es de confianza.
Don Álvaro dio un suspiro de alivio, como muestra de gratitud. Salieron dirigiéndose desde su casa hasta una plazuela, extramuros de la ciudad, llamada de las Vacas, donde se encontraban muchos jornaleros, empleados en el traslado de piedra para las distintas obras que se realizaban en la ciudad.
¬ Todos estos están aquí por cuenta mía, dijo Don Saturio.
Aquel que yo no quiero lo despido y santas pascuas y se queda sin comer.
Harán los que yo les diga, saben repartir leña muy bien. No necesitan padrinos.
Mire Don Álvaro, estos riñen a las bravas y el vencido si no quiere morir, huye. Sus contiendas se suscitan siempre por agravios directos y a las claras, es gente firme tanto como su  presencia.
Cuando están reunidos y animados se unen en el pensamiento.
¬ Bueno está, aunque para esta noche quisiera, fuesen no más que dos los que me acompañasen.
¬ No faltaba más. Es Vd., muy dueño.
Los oficiales sicilianos y el señor de la casa,  esperaban que el dueño de la tienda de ultramarinos condujese hasta allí a Don Álvaro de Carvajal y como el que espera desespera y siente que los minutos parezcan horas, creyeron que no lograría, por lo que optaron marcharse.
De repente, a la vuelta de una esquina se encontraron por sorpresa.
 Don Álvaro intentó retroceder
¬  De ninguna manera, dijo  su padrino.
Va a parecer que les teme.
Aunque sea más que por no faltar a la cortesía, no debe  cejar en su empeño.
Los oficiales se adelantaron, tomando uno de ellos la palabra.
¬ Hombre Don Álvaro ¡Que no somos tan feos, ni tan malvados como para....!
Solamente queremos tranquilidad. Esté seguro de ello. 
Vayamos para arriba.
Dijo Don Saturio: 
¬ ¡Caramba! son Vds., muchos.
¬ También Vds., dijeron al unísono los italianos.
¬ También tenemos nosotros las espaldas cubiertas.
¬ Mal dispuesto le veo Don Álvaro. No se trata de esto
Y dijo Don Álvaro
¬ Por supuesto que no. Lo que se trata es la de vengar la ofensa y.....
Contestó Giovanni Calabrese:
¬ ¡De esto responderá el que tiene que responder, que no es otro que el señor de la casa! Él le convencerá y si esto no se le satisface, obre como le parezca.
¬ ¿Satisfacerme a mí?
¡Y más a la vista de esta chusma!
¬ Eh!, poco a poco Don Álvaro.
¡Mida un poco esas palabras!, que cada cual  obre según su deber. No hay necesidad de añadir más ofensas.
Don Álvaro con sus manifestaciones hizo sentir su enfado.  Los demás aunque sabían que quien así se comportaba no estaba en su sano juicio y a sabiendas que solamente Don Saturio podía calmar sus ademanes, pasaron de aquella actuación.
El comerciante de ultramarinos, Don Saturio, a la par su padrino dijo:
¬ Veamos, concretemos la situación y aceptemos que el señor del espejo ha de probar la firmeza de Don Álvaro.
No dejemos que se desmadren las cosas, no vaya a ser que aquello que solamente son chanzas, se pudieran volver veras, mi amigo el señor General está enteramente resuelto a exigir una satisfacción, por más que le quieran persuadir de lo contrario, así que sobran las palabras.
Las armas señores, serán las que hablen.
¬ Me parece bien pensado, dijo Giovanni Calabrese.
Don Álvaro dio una patada en el suelo, sospechando que se tramaba algo a sus espaldas con tanta perorata, mientras expandía una mirada amenazadora a los oficiales.
¬ Hecho. 
 Serían poco más de las nueve de la tarde, cuando ya la luna, con un color parduzco, se ocultaba entre las nubes;  anochecía. Los amigos vieron desde una ventana como se acercaba Don Álvaro embozado tras su capote, precedido a su vez de otros dos hombres de la misma guisa.
No habían llegado a la casa del baile de máscaras, cuando de improviso echaron a correr los dos embozados que hacían escolta al General, empujando a su vez a su señor que se vio obligado a aligerar el paso, para tratar de que escondiera en una casa que se encontraba con la puerta abierta.
¬ ¡Que nos siguen, Don Álvaro!
¡No tienen buena pinta!
 Esta clase de gente, cuando riñen no se avienen a razones.
¡Vamos, de prisa!
Don Álvaro ya en el vestíbulo y cuando se vio a salvo, tomado el resuello:
¬ ¿Porque huimos de esta manera?
¿Se puede saber para qué sirve la escolta?
¬ Perdone señor. ¿No le parece a Vd., que cuando a uno le corren, no debe guardar la capa?
Si tan valiente se considera ¡Salga Vd., salga!
 Ande, llámelos de uno en uno o arremeta con la espada.
Nosotros le apoyaremos también, pero salga Vd., primero.
¬ Soy hombre de valor y nada me acobarda, dijo el General altanero.
Por supuesto que saldré, pero...
Y si no atienden a razones, ni llevan iguales armas, ni tampoco ofrecen igualdad de condiciones, o no se comportan noblemente si uno cae, o no saben parar a tiempo o no saben darse por satisfechos, no les parece que…
¬ ¡Lo que faltaba!, según su razonamiento, en estos desafíos muere uno por casualidad.
Don Álvaro afortunadamente hay padrinos, y de vez en cuando al ver la puntada de una espada, preguntarán si ambos contendientes se dan por satisfechos.
En fin riñen ajustándose a las reglas.
No se ponga Vd., tan estupendo por cualquier cosa.
 Ya vemos que no tiene ninguna confianza en nosotros.
¬ ¡Hijos!, no es así.
Mi honor es muy importante y debo darlo a entender a modo como actúan los caballeros. No quiero que me aten, pero me expongo a ello, siempre que soy superior al que me insulta.
¬ Entonces, también puede suceder que otro a quien Vd., considere superior venga a desafiarle y por tal motivo no se expondrá.....
¬ En el mundo, nadie me aventaja, pueden estar seguros, dijo el General.
¬ Ya, ya.
¬ Salgamos pues y veamos si aún están ahí fuera, dijo Don Álvaro adelantándose a abrir la puerta y dispuesto a salir tras los que les perseguían.
No llegó a abrirla del todo pues, bruscamente la cerró de nuevo, dándose de bruces sus acompañantes sobre los batientes de madera, lanzando un alarido de dolor, cuando sus prominencias nasales sintieron el golpetazo, produciendo un gran estruendo en el interior de la casa.
¬  ¿Quién va?, se oyó desde lo alto de la escalera.
¿Quién Va?
Don Álvaro no quería  que le reconocieran, ni salir a la calle. Los que le acompañaban al escuchar el alboroto
¬ ¡Hay están!
Desde lo alto de la escalera se repetía  con más fuerza
     ¬ ¿Quién va?
Y viendo que nadie respondía, gritaban
¬ ¡Ladrones! ¡Ladrones!
Se oyeron ruidos de pasos precipitados, entremezclados con chirridos de madera vieja, bajando por las escaleras.
Don Álvaro quería evitar a toda costa aquella situación tan embarazosa. Los embozados trataban de abrir la puerta sin conseguirlo, por más que se esforzaban en abrir el cerrojo y fueron atrapados en el vestíbulo.
Don Álvaro, aturdido ante la lluvia de preguntas que le cayeron encima, no sabía cómo hacer frente aquella embarazosa situación.
¬ ¿Están, acaso, ustedes meditando alguna estratagema?
 ¡Acabáramos!
No cabe ninguna duda, así que.....
¿Esperando entrar en lid con el señor del espejo?
Y en compañía  de la escolta ¿no es así?
¬ No. No. Respondió Don Álvaro, titubeando.
¬ No se preocupe Vuestra Excelencia que no soy ningún traidor en esta casa, dijo uno.
El General
¬  Señores por favor quiero darles una explicación, caiga  quien caiga y pese a quien pese. Ciertas señoritas...... por rondar......
¬ Ya, ya,
¬ Estos hombres nada deben, decía Don Álvaro señalando a los que hacían de escolta.
        ¬ Ya, ya, le contestaban escépticos.
Tanto como se dice por ahí que Vuestra Excelencia es de tan fuerte personalidad…
¬ No hay que atribuirme… señores...
¬  Vamos, dejémonos de esas…. Suba Vd., que tomado un buen vaso de agua con vino, se le quitará el susto de encima.
Todos los que se encontraban en aquel vestíbulo, vieron como el rubor afloraba en la cara de Don Álvaro.
¬ No se preocupe, aparte de su pensamiento todo reparo.
Le aseguramos que en esta casa se le tiene en un buen concepto, es más, nos alegramos de lo que ha ocurrido, así Vd., mismo se desengañará de sus recelos.
Don Álvaro no estaba dispuesto a subir, pero por evitar que lo tuvieran en un mal concepto y muy a su pesar, aceptó en última instancia.
Después que se hubo refrescado y sosegado, mantuvo Don Álvaro con el dueño de la casa una plácida conversación, sobre los motivos que le habían llevado  a la situación y que no era otro que el de llegar hasta la casa de máscaras y dar el merecido escarmiento a todo burlón que se metía con las señoritas que asistían al baile de máscaras, a la par que le mostraba su agradecimiento por el trato tan amable recibido.
 Dicho esto Don Álvaro se despedía, cuando alguien le preguntó:
¬ Don Álvaro ¿No nos deja ningún recado para las señoritas que venía a proteger?
¬ Señores ¿Acaso quieren Vds., que me enfurezca? No saben que soy caballero profeso.
Todos los presentes en el vestíbulo enmudecieron.
Alguien entró con prisas
¬ Don Álvaro, aquí tiene una carta de parte de las señoritas.
Naturalmente ellas habían sido las primeras en enterarse de esta última odisea
Don Álvaro comenzó a leer...
 "Sepa Vd., que hemos quedado servidas y queremos darle las gracias por habernos dado otra satisfacción, asegurarnos que podíamos bailar sin complicaciones. Lo que menos pensamos era que quitara de en medio a tantos burladores. ¡Cómo le han hecho esconderse! Bonita manera, por cierto, de rondarnos detrás de una puerta. ¡Hemos quedado hechizadas!.........................."
No quiso seguir leyendo, estaba verdaderamente enfadado, por lo que estrujó el papel entre las manos y se lo puso en uno de los bolsillos del chaleco, después de hacer una pelota con la misiva.
¬ ¡Porque me sucederán a mi estas cosas!
¡Que puñetera casualidad!
En fin, no pasa nada, ya veré  como  remediar todo esto. Me avendré con los pisaverdes y con vosotras también, no lo pongáis en duda.
Unos y otros me hacéis perder el mérito que mi destino me demanda.
¬Así que… ¿Se va Vd. Don Álvaro?
¿No deja nada para las señoritas?
¿Ni siquiera un sobre?
¬ No. No dejo contestación pues las he de hablar personalmente.
¬ ¿No será esa carta, alguna cita?
¬ Si soy bueno en algo........
 ¡Bribones! Me estáis faltando al respeto.
Yo vine hasta aquí para complacer a esas señoritas, pero con el objeto de evitar que ningún estúpido las ofendiera.
Ellas verán en que las he fallado. Será el momento de ponerlas de relieve su poca cordura y el poco merecimiento que tienen para que yo me implique en su defensa.
¡Han de pagar cara su ingratitud!
Tal vez estén aún en el salón de las máscaras. Ruego me disculpen.
¬ Pero ¿Se va Vd., sin sus escoltas?
¬ ¿Dónde están?
 ¬ Van camino del salón de baile de máscaras.
Salió por fin de aquella casa donde se había encontrado atrapado, para entrar en la de Don Emiliano Marlín. Alguien le apuntó que sus escoltas andaban por el corredor y tras ellos se dirigió.
De repente apareció Don Emiliano.
 Creyó entonces el General que le habían dirigido hacia este lugar, con el noble propósito de que se presentara ante él y recibir los desagravios que merecía.
¬ ¿De qué le sirve a Vuestra Excelencia ser tan atrevido?
¿Le parece a Vuestra Excelencia que es igual entrar en mi casa de manera brusca que me crea cómplice de una burla que no existió?
Por lo primero venía dispuesto a batirme con Vd., por la segundo, no merece la pena consideración alguna.
Tampoco es que quiera renunciar al desafío, ni que se me tenga por cobarde, lo que tengo es una gran vergüenza por cruzar mis armas con un hombre  que ni siquiera sabe defender a las mujeres.
¬ ¡Voto a bríos! Exclamó encolerizado, Don Álvaro.
¿Y porque una casualidad, señor,  me ha conducido hasta aquí, se ha de empañar mi dignidad hasta el punto que merezca soportar en mi rostro tal afrenta?
¿Se me creerá tan infame y tan vil, como para ser capaz de tales bajezas?
¿Deberé dejar impune estos agravios?
Don Emiliano quitando hierro al asunto:
¬ Bueno, bueno, todo se puede averiguar  y dar a cada punto lo que se merece.
¬ Sentémonos tranquilamente que hasta aquí quería yo llegar, dijo Don Álvaro.
 ¬ Por supuesto. Me considero amigo de Vuestra Excelencia.
Lo soy, y lo seré.
Se lo digo con franqueza y con toda la serenidad del mundo.
Los dos se sentaron, en uno de los divanes del corredor.
¬ Mire Don Álvaro, tan solo fue fruto de la casualidad que hizo  que Vuestra Excelencia creyese la burla del espejo y sin más me obliga a un desafío que estoy lejos de aceptar; no por lo que he dicho antes, sino porque nadie debe morir a manos de un amigo. 
Una casualidad ha hecho que se arrojaran sobre Vd., en la casa de mi vecino, como si de un ladrón se tratase. Una casualidad puede hacerme creer que se ha introducido en mi casa para sorprenderme y con mal fin.
Si yo tuviera el genio que usa Vuestra Excelencia. ¿No le parece que podría tomar la determinación de entregarle a mis criados y a los tribunales?
¿Queda todos los puntos aclarados Don Álvaro?
El General hizo una ligera inclinación con la cabeza, en señal de afirmación.
¬ Sí señor.
¬ Pues compruebe Vuestra Excelencia la casualidad de creerme bufón o protector de burlones, antes de provocarme al combate  y será un caballero como corresponde  en el siglo y no de aquellos que entraban en lid por una palabra mal entendida, por un pensamiento mal fundado, por una acción al parecer contraria, por  nada o por una casualidad se encendían los ánimos y sin cerciorarse del caso, se precipitaban orgullosos en la matanza.
No es extraño que el hombre se exalte de pronto, pero no lo es menos que no sea reflexivo. Si las gentes no reflexionaran, ni abrieran puertas a la reconciliación no se verían más que desgracias sangrientas, que obligarían al rey a contener, a evitar, a prohibir por medio de la fuerza, los desafíos por el temor a verse sin los vasallos.
¿No le parece a Vd.?
¿Es que no se hubiera llegado ya a este extremo, si no se hubiesen abolido estas salvajes maneras y con la ley en la mano, no se hubiesen evitado los desafíos?
Era una indignidad del que todo hombre de bien debe huir, indignidad que gracias a Dios desapareció y que nadie debe resucitar.
Don Álvaro estaba inquieto, deseaba levantarse cuanto antes, salir de una situación que se le estaba haciendo embarazosa, al no poder contestar a aquellos razonamientos que tanto le irritaban. Por otro lado estaba convencido de que el señor de la casa, pese a sus palabras podía ponerle delante de un  juez.  Podía haber desenvainado su sable y abrirse paso entre aquella gente, aunque entendía que si iniciaba cualquier movimiento, le hubieran dejado solo.
Si bien era verdad que muchos podían amilanarse ante un hombre desesperado, como se muestra un gato acorralado por un perro, del mismo modo esos muchos pueden llegar a enfurecerse de forma semejante y acabar con él.
Don Álvaro, el hombre que se creía superior a todos, atenazado, ni se movía, ni pestañeaba, considerando que estaba en condiciones de inferioridad, sometido a escuchar al dueño de la casa.
¬ La lección que un hombre ha de aprender, es el no considerarse superior a todos los demás, aunque en determinadas circunstancias uno solo puede paralizar a cien valientes. Con frecuencia así sucede, pues la fuerza de la imaginación es muy poderosa.
Un atolondrado, a quien la fortuna ha colmado de honores y oro, se cree con más valor que setenta desgraciados.
Una nobleza más antigua, un empleo más elevado hará creer, al que lo disfruta  que tiene más valor que sus subordinados y un jefe penetra por entre el fuego y las bayonetas, porque le sigue la retaguardia.
La envidia es otro móvil que precipita a los hombres en la fe de sus fuerzas. La autorización convierte a un endeble en hombre de valor y por lo mismo nadie debe estar en la certeza de aquello de que yo soy el más firme, el más diestro, el más valiente y esforzado, pues nadie se olvide que a Goliat lo mato David.
Para desgracia de la sociedad, aún quedan hombres que como Vuestra Excelencia opinan que por un gustazo un trancazo. Este era el recurso a que apelaban los señores de aquel entonces, cuando se intentaba hacerles reflexionar, para que renunciaran al desafío.
Yo, decían, tengo el gusto de que todo el mundo sepa que soy hombre, para defender cualquier desliz que se ofreciera. Yo combatiré por cualquier cuestión que sea, nunca decían por cualquier cosa que es.
Estos eran los recursos en que pensaba Don Álvaro, pero según estaban las cosas en aquellos precisos momentos no quiso emplearlos, sin duda por temor a salir vapuleado. Allí se quedó como una estatua de mármol hasta que Don Emiliano, poniendo la mano sobre el hombro del General, continuó:
  ¬Sinceramente Don Álvaro, yo creo que debemos renunciar al desafío, porque los dos nos encontramos en un mismo caso, y no tiene gracia que dos hombres se maten por una casualidad.
Don Álvaro, ante aquella adversidad, reconoció que tenía mucha razón aquel señor y cuando se hubo considerado libre de las afrentas que le amenazaban, respiró aliviado y estrechando la mano que le daba Don Emiliano dijo, sorprendiendo a la concurrencia gratamente:
¬ Sepa Vd., que estoy apesadumbrado de haberle incomodado y al mismo tiempo gozoso de haber vuelto a la amistad que tanto sentía haber perdido.
Y...., para que vea mi buena voluntad, he de acabar con la máscara que tuvo el atrevimiento de mover la burla en tan respetable caballero.
Aquello dejó de nuevo las cosas donde estaban, es decir en la demencia persistente en la memoria de Don Álvaro, por lo que sorprendido Don Emiliano
¬ Pero Don Álvaro ¡Si eso no es así!
De lo que se trata es de dejar esa costumbre, como la hemos encontrado. Abolida, despreciada, prohibida.
Sí señor, de eso no se ha de hablar ya jamás
¬  ¿Y que cada uno haga de su capa un sayo?,  dijo Don Álvaro
¬ No señor, es necesario no ser tan obstinados ni terco, es preciso conocer que uno no está solo en el mundo. Una reflexión que debe reinar en todo hombre que discurre, para que no le suceda aquello de ir por lana y salir trasquilado. Buenas victorias se conseguirían, si en esto pensáramos.
En hora buena que no lo piense el militar, porque hay mucha diferencia de una masa armada, autorizada y precisa, a un hombre aislado que se juega la vida por una cosa que aunque sea grande......
¡El Honor! Nunca es perdido con justicia. Y si así sucediera...
¿Se recuperará matando al que lo quita?
Menos aún pues un difunto nada sustituye, al contrario, aun carga al matador con el crimen del asesinato.
No terminaba Don Álvaro de acomodarse a tantos sermones y por momentos aumentaba la inquietud que tenía de escapar de aquella casa.
Don Emiliano, viendo que esta inquietud iba en aumento, antes de despedirlo lo paseo por el salón de las máscaras y al punto le rodearon, felicitándole, suponiendo habían hecho las paces los dos caballeros
¬ Ya no se reñirá más.
Las señoritas allí presentes, quedaron satisfechas comentando en pequeños corrillos la decisión que habían adoptado. De repente, una de las máscaras levantando las manos en señal de alegría dijo en voz alta:
¬ ¡Oh, cuanto me alegro de esto!
Tanto levantó los brazos, para dar más fuerza a su expresión que dio con los dedos en uno de los picos del sombrero de Don Álvaro, que cayó al suelo.
Muchas de las máscaras, al unísono, intentaron recoger el sombrero, con tal tumulto que no paraba de pasar de mano en mano y lo hacían de tal modo que enfadado su dueño, rastreando por entre los que intentaban cogerlo dijo:
¬  ¡Déjenlo ya señores! Les agradezco el favor sin perjuicio....
¡Esto traerá consecuencias!
La algarabía y las risas, invadieron de nuevo la estancia
¿Acaso he de dejar que  me convierta en pan para que todos aquí me coman?
¡Venga de una vez mi sombrero!
¡A ver qué va a pasar aquí!
¿Quién ha sido el osado que lo ha tirado en el suelo?
 ¬ A ver si va a ser el mismo que puso allí el espejo, dijo el dueño de la casa.
¬ ¿Cree Vd., que esto va a quedar impune?, dijo Don Álvaro
¿Y acaso piensa que va a salir conmigo ileso?
No señor. Si en el mundo fueran todos los hombres de bien, no se necesitarían frenos. Yo los sujetaré.
Finalmente una de las máscaras le entrega el sombrero diciéndole:
¬ Pero señor. ¿No  puede agraviarse su señoría por un acto de urbanidad?........Y en noches de carnaval donde todo pasa....
¬ También pasará mi espada a través de tu pecho ¡Malandrín!
¬ ¡Carámbanos! dijo el interfecto.
Y como las señoritas vieran que Don Álvaro tomaba la puerta de salida, para abandonar la casa, hicieron una señal a Don Emiliano para que interviniera y que éste hizo, acto seguido.
¬ Señor. Señor espere.
Le presento a mis padrinos. (Señalando a las señoritas). Cada una de estas vale por mil. Si Vuestra Excelencia hubiera sabido darles protección........
Don Álvaro no pudo contenerse más, se volvió hacia el interfecto del disfraz, corriendo. Las señoritas despavoridas, lo hicieron por el salón como alma que se las lleva el demonio, mientras chillaban desesperadas.
Don Emiliano en voz alta:
¬ ¿Qué es esto por todos los diablos?
¬ ¡Me las pagarán!, malvadas, gritaba fuera de sí Don Álvaro.
Y el del disfraz, provocando aún más la situación
¬ ¿Habrán de ir todas también al duelo?
Don Álvaro sentenciando su pregunta, mirándole con desprecio como si quisiera pasar definitivamente de él                              
¬ Tú lo has dicho ¡Bribón!
 ¡No solo tengo una espada!
                                                               
XII.
Habitualmente los vecinos, en las mañanas de los días de carnaval, se dedicaban a reponerse del ajetreo de la noche anterior y de la fatigas del baile, para seguir la fiesta con renovados ímpetus.
Y mientras así lo hacían, algunos buscaban, reunidos, el modo de organizar algún evento,  aprovechando los agradables rayos del sol castellano. Y nada mejor para divertirse que organizar un desafío simulado que en apariencia de formal, pudiera atraer la atención de Don Álvaro, a la vez que daban complacencia a una de las señoritas que se lo había pedido.
Uno de aquellos dijo:
¬ Aprovechemos la obstinación de Don Álvaro y pasemos un rato divertido, merece que no se desprecie la oportunidad que se nos brinda.
Don Emiliano Marlín, se resistía a provocar de nuevo al General; su empeño era en hacerle desistir de aquella manía, sentía lástima que Don Álvaro insistiera en el desafío.
¬ Tengamos un poco de cordura y dejemos en paz a Don Álvaro, pues la  mayoría de las veces, aquel al que le tachan de loco, no lo es tanto. Aboguemos por la reflexión y persuasión, con delicadeza, tratando de llegar  a un acuerdo con los amigos que habían dispuesto la función.
Mientras se conspiraba contra él, ínterin, el general volvía a la carga, exigiendo a Don Saturio, el comerciante de ultramarinos a la vez que su padrino, arreglar todo lo necesario para el duelo con el personaje de la máscara que le había ofendido.
Como ya se había dicho que sería en la casa de Don Emiliano, hasta allí se dirigieron todos los que habían asistido el día anterior y como  también se encontraría allí  su adversario, no le cupo otro remedio a Don Álvaro otra alternativa que la de aceptar.
Y así el comerciante y el italiano se dirigieron, en una calesa, a participar a Don Álvaro el disgusto que tenían de no poder escarmentar al atrevido, pues su intención era excusarse.
Don Álvaro creyó que su adversario, el caballero del disfraz, le temía y fuera de sí dijo
¬ ¡Cómo!
¿Será posible?
Dijo el comerciante:
¬ Se excusa diciendo que no quiere contarse entre aquellos caballeros que por cualquier quita de ahí esas pajas, se mataban.
Que por el asunto del sombrero y de las señoritas, no merece la pena que se trate con tanta seriedad estas nimiedades, hasta tal punto que tenga que comprometerse con todos sus amigos y él mismo, teniendo que abandonar su casa, a su esposa e hijos, si llega a matar a Vuestra Excelencia;  en fin no quiere.
¬ ¡Pues tendrá que querer, o le cubriré su cara a bofetones! ¡En público!
Una de dos, o admite el desafío o de lo contrario, tendrá que poner los dos carrillos para que se los ponga en condiciones.
No hay otro modo. Así lo exige el estilo.
Dijo Longino Regolato, el italiano
¬ ¿Y sin atarlo mi general?
¬ Nada. Nada. Aquí está mi padrino.
¬ Pues Vuestra Excelencia me tiene a mí.
Bofetones no llevará por que no querrá. Y...
¬  ¿Como que no? Por ruin, señor, se le darán.
¬ Se verá pues.
Dijo el comerciante.
¬ No hay más que ver.
Si no lo admite y Don Álvaro insiste.......
No hay remedio, se ha de presentar ante Vuestra Excelencia.
¡No faltaría más!, aunque después quien insultó admita el desafío.
No le valdrá meterse en mi casa pidiendo asilo.
 El italiano cruzó las manos, se encogió de hombros y echó la mirada al suelo denotando paciencia.
¬ Así ha de ser, señor.     
Don Álvaro complacido dijo, exclamando
¬ ¡Con que si eh!
¬ Si señor, contestó el comerciante.
Aún estaba yo en cama, cuando me ha venido suplicando que me interesara por evitar el encuentro, para que no pasase adelante, que en mi estaba poder disuadirlo.....
En fin, medio he consentido en ello, pero advirtiéndole que previamente tendría que contar con lo que Vuestra Excelencia dispusiera.
Soy su padrino y.... si prefiere el honor a la lástima.... en fin, habló titubeando, porque estoy de parte del señor General.
Así se expresaba dando frente al italiano que meneando con humildad la cabeza.
¬ Siempre soy partidario de buscar la paz, pero si porque uno no se pierda, se han de perder tantos a bofetadas; apelo a aquello de que el bien general, es preferido al particular. También yo procuraba la misma paz pero el señor General...
Lo mejor será que se midan los aceros.
Dijo Don Álvaro
¬ Ante el bien general, nadie pierde más que el que se excusa, porque se le quita el honor a bofetones.
¬ Hombre quite Vd., allá y nos haga reír, dijo el italiano.
Y el comerciante le interrumpió
¬ Está hecho ya.
  Vuestra Excelencia se viene conmigo, donde aquellos.......
Un sirviente de la casa de Don Emiliano, parando el coche en el que llegaban a toda prisa los padrinos y el propio Don Álvaro, dijo muy excitado, dirigiéndose a éste.
¬ ¡Se quiere ir! ¡Se escapa!
Don Álvaro subió las escaleras. Las señoritas y los oficiales sicilianos salieron a recibirle. Ellas de manera exaltada
¬ Don Álvaro estamos muy preocupadas. Gracias a Dios que ha venido.
¿Sabe cómo estamos de asustadas?
Estamos esperando ver cómo nos defiende. No permita que nuestro honor quede mancillado.
¡Está escondido!
Los italianos le dijeron:
 ¬ No tema Vd., nada, aquí estamos nosotros que ya sabe que somos sus amigos.  
 Dijo Don Álvaro
¬ Si este mequetrefe no quiere que hablemos en el campo del honor, aquí mismo si se me permite daré la satisfacción que estas señoras se merecen.
 ¬ Así se habla, respondieron
Y el italiano añadió
¬ Mejor así, de este modo no trascenderá, ni la justicia sabría que arrastramos a un hombre al suplicio.             
Dijo el comerciante de ultramarinos.
¬ Por mi parte está muy bien pensado, aquí hay una presa a propósito y se le obliga.
Todos le siguieron hasta una sala donde por su poca luz, solo se veían  algunas sillas sin orden y un rellano, a manera de tablado algo alto, al que se accedía por dos largas gradas que sin duda sirvió de teatro.
¬ Puede Vuestra Excelencia colocarse en este tablado, trataremos que suba hasta él ese cobarde.
Algunos oficiales dijeron que a ellos también incumbía, el obligar a su compañero a que no escondiera la cara.  Dicho esto desaparecieron junto a Don Saturio.
Los otros abrieron un cajón lleno de espadas, le dieron a Don Álvaro a escoger y le entregaron un guante
¬ ¿Para qué es esto?, preguntó.
¬ Para la mano que empuña la espada, respondieron.
Don Álvaro, debe Vd., conocer que el militar necesita vestirse las manos, para manejar las armas.
¬ Hombre, está bonito, dijo Don Álvaro.
El militar necesita arco, no pinturas; mano con guante no caza ratones.
Las señoritas no paraban de reír, al mismo tiempo que los oficiales sacaban a la palestra  un ninot de paja que plantaron en el rellano.
Don Álvaro atribuía la risa a su chiste y no advertía como ataban, a la mano del siciliano de pega, una espada con un cordel que de antemano habían pasado entre unas anillas que colgaban del techo y venía a parar a las manos de una de las señoritas.
Al ver el ninot Don Álvaro, creyó encontrarse con su adversario, colocándose para el duelo sobre el tablado en compañía de los padrinos. Se dio la señal convenida y se inició el movimiento tirando la señorita del cordel, haciendo que se menease la espada.
Nadie allí podía contenerse, viendo como la señorita movía a su antojo el cordel y la incapacidad de Don Álvaro por cruzar bien su espada.
Dijo con ira el General:
¬ ¡Bátase Vd., como se exige entre caballeros!
Dijo un oficial.
¬ Cuanto menos se le hable mejor
¬ ¡Que se defienda pues!, dijo Don Álvaro.
¬ Eso. Eso. Y que le exija su padrino, dijo el comerciante.
De lo contrario diré a mi señor que no tenga tanta paciencia.
Dijo el italiano
¬ Aún no se han dado tantos tajos, cruces ni movimientos como para que........
Nada, hay que seguir.
Dejadlos.
Las señoritas que no podían aguantar más, decidieron abandonar el lugar, por temor a que la risa las delatara y uno de los oficiales tuvo que encargarse de manejar el cordel que hacía moverse la espada del ninot.
Don Álvaro creyó que salían de allí para no desmayar, optando por concluir aquel duelo, para salir corriendo a socorrerlas.
¬ ¡Hasta aquí hemos llegado!
¡Defiéndete!
 Tal fue la estocada que el muñeco cayó al suelo.
Era costumbre en aquel tiempo de los desafíos, dar la mano al que caía; y como quería ser tan exacto Don Álvaro en la observancia de tal ceremonia, acudió a socorrerle apenas le vio caer.
Tuvo que adelantar un paso y poner un pie en un hueco que se había dejado en el tablado. Al pronto que lo pisó, dio con su barba en la alfombra que blandamente cubría aquel rellano y antes que pudiera levantar los ojos del suelo, colocaron sobre sus espaldas el muñeco de paja.
Don Álvaro se sobrecogió, creído que en las últimas agonías se había arrojado sobre si el contrario.   
¬ ¿Qué es esto?, pudo articular casi temblando
¡Padrinos! ¡Quitármelo de encima!
Estos acudieron haciendo peso y una voz dijo:
¬ Un momento. Esto lo tienen que decidir los padrinos.
¡Que decidan los oficiales!
A lo que el italiano contestó
¬ Señores esta acción no se presenta en los reglamentos, por tanto no sé cómo la vamos a resolver.
¿Le parece Don Álvaro que se decida mediante el voto?
¬ ¡Déjense ahora de votos ni de botas!
 ¡Decídanse pronto o me levanto!
¬ Oh no señor. Vd., no hará eso.
Debe acatar las normas.
Entraron de nuevo al salón las señoritas a presenciar aquella escena, pero la hilaridad les impedía  tranquilizarse. Don Álvaro las oía, pero atendiendo a las circunstancias en las que se encontraba, cría que lloraban inquietas por que no podía consolarlas.
¬ ¡Basta ya!
Quitarme este peso. Sin duda está muerto.
¬ Aún respira dijo el italiano.
Esperemos a la votación.
¡Preparen las bolas!
¬ ¡Por Dios que no puedo aguantar más en esta situación! 
¬ Don Álvaro, lo más que podemos hacer es aliviarle del peso, pero si los votos lo impiden tendremos que volver a ponerle encima.
¬ ¡Señores, por Dios!
¬ Disculpe Don Álvaro, el ceremonial ha de respetarse.
Las señoritas eran incapaces de resistir más.
¬ ¡Callad!, dijo una de ellas.
¬ ¿Qué es esto?, dijo otra.
¬ Dejarse ya de más comentarios.
 Señoritas por favor, observar las normas. Las reprochó el italiano.
¬  No se empeñen, dijo el padrino de Don Álvaro.
No es la primera vez que las mujeres logran ignoran los reglamentos.
¬ Pobre Don Álvaro y cuan sofocado debe estar, dijo una de ellas.
Quitarle de una vez ese cuerpo de encima.  
¬ Cuanto lo agradezco, dijo Don Álvaro, ya libre del peso.
¬ Señoras dejemos un poco de aire a este buen señor, dijo Giovanni Calabrese.
Al instante se apresuraron todas a desplegar sus grandes abanicos y a mover las muñecas con una rapidez inusitada.
En ello estaban, cuando otros escondieron el supuesto difunto, en un cuarto pequeño y tan oscuro  que tuvieron que encender una luz para entrar, y allí lo dejaron.
¬ Ya es suficiente, decía Don Álvaro, mientras hacía esfuerzos por levantarse.
Que no estemos por San Juan.
Señoras por favor, fuera los aires entristecidos de sus caras que estamos en tiempo de carnaval.
Cuantos más esfuerzos hacía, para desprenderse de aquel acoso, más le abanicaban, mientras le sostenían.
¬ ¡Basta ya señoritas!
Ya estoy harto y agradecido de tanto beneficio.
¡No quiero más controversias!
 Déjenme Señoras que yo ya he cumplido.
¬ Nosotras no, dijeron otras que se aproximaban a Don Álvaro, cuando se disponía a despedirse.
¬ ¡Otro infierno!
¡Huid de aquí malditas brujas!
Pronto. ¡Mi sombrero! ¡Mi bastón!
   Las muchachas pusieron pies en polvorosa, chillando escandalosamente, al ver la actitud agresiva de Don Álvaro.
Los oficiales se  pusieron ante el General, diciendo:
¬ Admita Don Álvaro, nuestras felicitaciones por su esta victoria en el duelo.
¿Quedamos amigos?....
Don Álvaro no quiso escucharlos, pero ellos y todo el resto de la tertulia quisieron acompañarlo hasta la salida.
Al pasar por delante del cuarto oscuro, le llamó su atención una tenue luz que salía del mismo, sobrecogiéndose al ver el bulto del virtual cadáver encima de un taburete, a modo de catafalco,  parándose a orar delante del que había sido su adversario.
Todos enmudecieron. ¿Qué pasaría por aquellas mentes?
 Allí se representaba un cadáver sangriento medio escondido y allí estaba el  matador compungido, dirigiéndole miradas compasivas. Y como si sus ojos no pudieran permanecer en el difunto, dirigieron la mirada al cielo, al tiempo que entrecruzaba los dedos de ambas manos.
Estas demostraciones de pura humanidad, hicieron que de repente parasen las risas. No cabe duda que estas expresiones de Don Álvaro manifestaban que la conciencia ejercía su imperio.
Don Álvaro se retiraba de aquella estancia meditabundo, sus pasos se aceleraron volviendo de vez en cuando su rostro cariacontecido, como si una sombra le siguiera.
Y se preguntaba.
¬ ¿Experimentarían como yo las mismas sensaciones que sufro, aquellos que se encontraban en similares casos?
Cierto debe ser, a no ser que sus corazones fueran tan duros como el diamante.
¿Qué he hecho yo, sin tener la cualidad tan estimable de aquellos señores, que en sus pechos encerraban en vez de humanidad, una joya tan dura como el corazón de diamante?
Aunque yo no la tenga, la tendré que manifestar.
Pero, ¿cómo disimular el miedo?
No revelándolo y diciendo que acaso se notase en mi rostro, teniendo la propiedad que tenían aquellos señores románticos con su tez tan pálida.
                                                             
 
 
XIII.
 Estos y otros pensamientos similares, embargaban la mente de Don Álvaro sentado en su sillón, acompañado de su fiel amigo Tercero. Durante unos días no salió de casa, fruto de su estado anímico y que le llevaba a adoptar aquella actitud negativa, para enfrentarse al mundo.
 En Ávila se preguntaban las gentes  y se extrañaban que el General no anduviera por sus calles, tan aficionado como era de participar en algunas de las tertulias que habitualmente animaban las soleadas mañanas de otoño.
 Los vecinos le echaban de menos Y a falta de sus noticias, a causa principalmente  de no haber llegado a oídos del pueblo el último espectáculo, dado en la casa del baile de máscaras, los duelos propugnados por Don Álvaro, fueron quedando en un segundo plano.
 Don Álvaro no hacía más que pensar en los días de gloria que le esperaban, en los triunfos alcanzados por las tropas españolas, contra los franceses y en la necesidad imperiosa de que solamente, con un general en jefe de los ejércitos, podía desembocar en una victoria definitiva.
Los abulenses, ausente el principal motivo de diversión, como era el seguir la corriente al General en sus locuras, buscaron otros motivos de conversación, como era el caso de las victorias pasadas conseguidas contra los franceses.
Pero Don Álvaro estaba desesperado y no hacía más que preguntarse: a que venía tanto secretismo en su nombramiento. Solamente, sostenía su moral el hecho de ostentar las condecoraciones que había obtenido por méritos de guerra y el mantenimiento de su honor, ante tantos burlones como existían en la sociedad que le toco vivir.
El último episodio protagonizado en defensa de aquellas señoritas, fue muy doloroso por la incomprensión sufrida, pero a la par muy grata para su fuero íntimo, al haber sabido mantener la honra de su proceder, pero en lo sucesivo debía pensar en fundar su honor en objetivos de mayor importancia, pues no valía la pena derrochar tanto esfuerzo, para quien no se merecía tantos desvelos, al tiempo que le proporcionarían más respeto hacia su persona.
¬ Constancia es lo que necesito.
A partir de ahora todas mis actuaciones serán siempre serias y para que nadie sospechase que tuve terror, debo aparentar tener el semblante pálido.
Llevado Don Álvaro por estas reflexiones, pensó en ponerse a dieta, pero como esto hiciese, la falta de alimentos a que tenía acostumbrado su cuerpo podía pasarle factura, no se le ocurrió otra cosa más que impregnar el rostro con humo de paja. El muy calamidad, pensaba que de esta manera la palidez de su cara, estaría a tono con la de los caballeros románticos que pensando en sus ilusiones, se olvidaban hasta de comer.
En etas condiciones y con estos pensamientos fortaleció Don Álvaro su espíritu emprendedor y resuelto a llevar a cabo nuevas empresas, se propuso reanudar sus paseos entre sus convecinos que a buen seguro, estaban deseando volver a gozar de sus genialidades. 
Y desde luego que no podía haberlo hecho peor, pues el pobre Carvajal, dio a parar en una de aquellas tertulias matinales, donde se encontraban, como no, los sempiternos oficiales sicilianos tomando un café en compañía de otros jóvenes y en alegre camaradería.
¬ ¿Qué le pasa a Vuestra Excelencia?, tan gordo y tan pálido.
¬ Nada nuevo, habéis de saber que los hombres de mi rango, empleamos el tiempo en el casino militar, entregados a la intelectualidad.
Como tengo que dirigir todo el ejército de España, para que Su Majestad consiga el placer de verse rescatado de las garras de los gabachos, medito mucho el medio de dar a mi Patria ese triunfo y asestar al enemigo el golpe definitivo.
¬ ¿Solamente eso complace a Vuestra Excelencia?, le preguntó uno de los jóvenes que se encontraban en la tertulia.
¬ ¿Es que acaso hay cosa más importante?
 ¬ Vamos, vamos Don Álvaro.
¬ ¡Que ha de ser sino el mando del ejército!  
¡Y con todas las divisiones....!
¿Acaso hay algo más grande, en la situación que nos encontramos?
¬ No se haga el sueco Don Álvaro.
¿Acaso no se ha citado a hurtadillas con mi mujer?
Sorprendido, Don Álvaro levantó la vista, sus ojos cambiaron de aspecto.
¬ ¿Joven cómo se atreve a levantar tal calumnia?
No conozco a su mujer.
¬ Pues no parece que así sea, a tenor de la nota que ha recibido de su puño y letra.
Don Álvaro, mirándole con furia, no podía creer de lo que estaba siendo acusando por aquel joven, en apariencia despechado.
¬ No me fastidie Don Álvaro ¿O es que acaso no lleva su firma?
Me gustaría saber cómo se las apañan para verse.
¬ Joven, hable con propiedad, lo único que he hecho es responder a unas señoritas.
 Señores, esto está tomando unos derroteros que no me gustan nada.
Me parece joven que se está sobrepasando.
Baje un poco el tono.
¬ No faltaba más, hombre. Aún, no le estoy voceando y, basta ya de rodeos Don Álvaro. No necesito ningún favor de Vuestra Excelencia y menos, para defender a mi mujer de los bravucones. Así que no necesito de sus favores.
¬ Esas palabras, dijo Don Álvaro levantándose súbito de la mesa, hieren mi honor.  
De ningún modo he tratado ni trataré de interferir en el matrimonio de nadie, sepa que soy un caballero.
¬ ¡Eso no se lo cree ni Vd.!, dijo el joven, levantándose bruscamente y sorprendiendo a Don Álvaro al cogerle del lóbulo derecho de la oreja.
¬ ¡Suelte hombre! ¡Esto es el colmo!
¡Es intolerable!
Joven, mañana nos veremos como corresponde.
¬ Lo que corresponde es que Vuestra Excelencia se venga conmigo, a las buenas.
 Y por supuesto que iré y con el arma que Vd., guste.
¬ Elegiré inmediatamente a mi padrino, dijo Don Álvaro.
¬ Como quiera, también si quiere puede elegir el mío, aunque ya tengo a estos cinco, dijo el joven mirando a los oficiales sicilianos.
¬ Sepa joven que estas no son formas de lavar los agravios.
¬ Pues ahora lo requiere que está Vuestra Excelencia enloquecido.
Ahora  es cuando un hombre de rigor, de honor y de fortaleza, convierte en añicos al contrario. Pienso Don Álvaro que es Vd., un falso y un cobarde y si tiene lo que hay que tener, salga Vuestra Excelencia, a ver si es capaz de defenderse de lo que le estoy diciendo.
Vuestra Excelencia se escribirá con mi mujer, pero cada letra le ha de costar un puñetazo.
¬ Lo veremos, acabaré con Vd., y sepa que soy yo el que sabe sacudirse los cadáveres, después de emplear sus últimos esfuerzos, queriendo traspasarme.
Los tertulianos no pudieron contenerse más; y la risa se fue contagiando. Por tranquilizar a Don Álvaro, le dijeron que habían estado silenciosos admirando la calma con que estaba soportando las palabras difamatorias de aquel joven.
¬ ¿Y querían Vuestras Mercedes que saliese de aquí al campo del honor con este mequetrefe, sin prevenirme de que todo esto no era más que una burla, para que todos dijeran luego que había dado muerte a un joven imberbe?
Exijo que todo el mundo entienda que si peleo con un muchacho, es con sobrada razón.
De nuevo intervino Giovanni Calabrese.
¬ Don Álvaro para eso no necesita más que darle un cogotazo.
Un hombre como Vuestra Excelencia, es verdad que debe tener vergüenza de llegar a las manos con un joven; y para ello basta con un pescozón.
Un joven  necesitado chilla mientras le dejen; cuanto más se le tolera más cobrará aliento y no callará hasta que le dan un pequeño escarmiento.
Si Vuestra Excelencia fuese un hombre de coraje, como dice, cuando este  joven le tocó la oreja, debía haberle dado un bofetón.
Con esto, se hubiera desengañado y sabido que en lo sucesivo, no podía exigir de Vuestra Excelencias ninguna satisfacción.
Guardar la cólera o la indignación para mañana es una temeridad. Mañana no estará este joven en la misma disposición que ahora; pero confiará ser más fuerte que Vuestra Excelencia y no titubeará en presentarse ante Vuestra Excelencia con la espada.
Si señores, el que esté satisfecho por experiencia de ser más fuerte que el contrario, con quien ha de luchar, no teme, no tiembla y dirige mejor las estocadas. Por supuesto que ha de saber manejar la espada, pues nunca es un hombre acreedor al triunfo si lo obtiene por tener mejor destreza.
Este joven, si Vuestra Excelencia no le da un bofetón como se merece, le considerará más cobarde y en cualquiera ocasión, el mismo se autorizará para decirle cualquier cosa, con más satisfacción que aquellos señores que acostumbrados a tratar a los pobres con despotismo, se creen más fuertes que ellos, porque siempre los ven sumisos.
Por esta misma razón jamás se debe recurrir al desafío. El hombre puede desechar de si los agravios con un sencillo escarmiento, o por medio de los tribunales.
Cabalmente dijo otro de los tertulianos:
¬ Hay agravios que no merecen recordarlos, ni protestar a las autoridades: y otros que es preciso, pero nunca matarse.
¿Qué necesidad tienen estos señores, de cruzar mañana sus espadas?
Dijo el joven:
¬ Esta bien Don Álvaro. ¿Y si por un desliz logra matarme?
¿Se quitará de encima el remordimiento de sus maldades?
Dijo el General
¬ ¿Y por esa misma razón, faltaría yo a quien pudiera incriminarle?
¬ Mejor alternativa es la de prohibirle a puñetazos que vuelva a perturbar la paz conyugal de nadie, dijo el joven.
Esto es cosa de pocos momentos, y si con esto no es suficiente, serán los jueces los que den la razón sin necesidad de usurparle el poder a Dios. Dios ha hecho a los hombres irritables, y si a esta propiedad no se le pusieran sus frenos, no se verían más que desagravios por las calles; por este motivo se fundaron jefes superiores, con el beneplácito de la sociedad y estos dictaron leyes contra los litigantes
¬ ¡Y el duelo para satisfacción de los señores!, respondió con altanería el general.
El joven con desprecio, contestó:
¬ Esos modos se olvidaron ya hace tiempo, ahora no hay duelo que valga.
O vamos a los tribunales o le doy un empujón. ¿Qué prefiere?
Y diciendo esto se fue hacia Don Álvaro que se disponía a salir de allí, pero temiendo ser  derribado se paró de repente, retrocediendo.
¬ ¿Acaso tiene miedo Vuestra Excelencia?, dijo uno.
Callando prueba la evidencia de que no es lo que manifestaba. Vuestra Excelencia es valiente porque sabe manejar espada, cree que nadie la maneja mejor. Luego es un hombre que a sabiendas de su debilidad, conserva la serenidad ante el mortífero acero.
Y si entonces no repara en los perjuicios que pueden reportar su altivez a una familia, ni en los sentimientos que acarrea en los hijos, a la esposa, a los hermanos, o a los amigos, la menor herida en los duelos, es que es un indolente.
Es evidente que está sujeto a engañarse.
Don Álvaro interrumpiéndole dijo:
¬ Y cuando se elige la pistola ¿Qué dirá Vd.?
¬ Que la tontería es mayor.
 ¬ Joven, si se comprendiesen los desafíos, no hablaría de ese modo.
Dicho esto Don Álvaro se despidió, no antes de decirle al joven que su carácter no podía consentir que nadie le motejara y dando por supuesto que no pasaría de mañana, sin quedar satisfecho de lo ocurrido.
El joven respondió que hiciera lo que se le antojara, menos llamarlo al  duelo, por ser cosa que repugnaba y que no entendía ni lo quería entender.
Don Álvaro parece que se valió de esta melodía para decirle que por fuerza y aun contra su  parecer tendría que comparecer, de lo contrario no había de faltar quien le obligase a hacerlo.
¬ ¿A mí? , preguntó el joven, con la risa entre los labios.
Si me viene alguien  con esa cantinela, se va a llevar un serio disgusto.
La tertulia aplaudió esta conclusión y despidiéndose de Don Álvaro le dijeron:
¬ Déjese ya de estas cosas Don Álvaro. No sea tan tozudo hombre.
Los oficiales sicilianos estaban ya cansados del trato que estaban dando a Don Álvaro de Carvajal, les llamaba la atención los cambios de destino que se realizaban en la institución militar, o las noticias de actualidad referente a los asuntos públicos; funciones en las que no necesitaban emplear tanta sorna como las que les proporcionaba, en su luchas a duelo el desdichado general, por lo que trataron de persuadir a aquel sujeto que le seguía hostigando para sacarle de sus casillas, que desistiera de ello, aconsejándole que había otras formas de divertirse durante las fiestas.
Don Longiano  Regolato dijo al joven:    
¬ La variedad es lo que menos cansa. La variación de los días, estaciones, y la esperanza de variar, hace más apetecible la vida.
Todo varía, solo es constante Dios; y el hombre nunca puede imitarle.
Las costumbres y cuanto los hombres fomentan todo tiene fin, aunque puede renacer.
Dejemos en paz a este hombre que se refugie en su verdad, que no es la que pretende buscar entre nosotros, consciente que la novedad atrae las atenciones. Por lo mismo quedando solo, no será extraño que vuelva a aparecer cuerdo, por las calles de la ciudad.
 
EPÍLOGO
Retirado en su mansión, libre de obsesiones de grandeza, Don Álvaro fue sosegando su espíritu, llegando durante mucho tiempo a pasar desapercibido para el resto de sus vecinos y viendo que las noticias de paz tenían visos de ser duraderas, le convencieron que España no necesitaba ya de ningún estratega.
Nunca más esperó la llamada del Rey, a sabiendas que descansaba en la lealtad de todos sus generales y como no se hablaba ya de cuestiones nacionales tan graves, nunca jamás se oyó que volvieran a mofarse del Don Álvaro de Carvajal, pues tampoco dio ocasión.....
Atendido por la servidumbre de su casa, buscó la compañía de su leal Tercero que ahora le acompañaba en sus largos paseos  y después con su recuerdo, pues en la ciudad se tuvo conocimiento de la última desgracia que le acaeció.
Sucedió un día de caza, cuando en uno de los lances saltó un conejo. Don Álvaro le siguió haciéndole puntería. Tercero al mismo tiempo fue tras él. Sonó un disparo, cayó el conejo y se oyó un lamento. 
Detrás de un tomillo surgió arrastrándose Tercero, mal herido en la cabeza. Don Álvaro quedó paralizado viendo los esfuerzos de su más fiel amigo ensangrentado, tratando de buscarlo y a duras penas llegar a sus pies, levantó los ojos hacia su dueño y con suaves lamentos, quedó muerto.
Sin pretenderlo, Don Álvaro dejaría en la ciudad la memoria del paso de su figura, adornado de entorchados y condecoraciones, y dicen las crónicas que aquellos que en su tiempo se aprovecharon de su demencia, se preguntaban tiempos después, si fue el General el único desequilibrado de la sociedad que le tocó compartir y que también dicen que se dedicó a escribir  libros de caballería, aunque nada del lugar donde pasó los últimos días de su vida.
                                                                                FIN


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