UN PUEBLO ABULENSE: CASASOLA DE DURUELO
Asturquín
Lugares públicos: El potro de herrar, el pilón y la fragua
En el pueblo, cada cierto tiempo, se empleaba el herrador en cumplir con su menester, y cerca del potro desplegaba sus herramientas y herraduras de diferentes tamaños, para calzar las vacas, y otros semovientes. El hombre se cubría con una especie de mandilón de cuero, a la espera de que el animal correspondiente estuviese listo, para que no le diese problemas a la hora de colocar herraduras.
Para ello, se empleaba desde muy antiguo el potro de herrar. Este dispositivo pétreo, común en muchos pueblos de Castilla, se levantaba a las afueras del pueblo por el camino de la Iglesia, y estaba compuesto de cuatro columnas de piedra, aparentemente prismáticas, toscamente labradas, clavadas en el suelo, una en cada esquina de un imaginario rectángulo; entre cada dos de ellos, por la dimensión mas larga, a metro y medio del suelo aproximadamente, estaban colocados dos rollizos de madera. Uno de ellos, fijo, entre las dos columnas, en él estaban clavados unos ganchos de hierro. El otro, móvil, que se le hacía girar por medio de una palanca de hierro que se acoplaba a los orificios que tenía el rollizo de madera, a tal efecto, con el fin de tensar las cinchas que pasaban por el vientre del animal y que adoptara una posición que facilitara la labor del herrador. La parte superior de las columnas estaban sujetas por cuatro barras de hierro, formando rectángulo, y cuyos extremos doblados se encontraban incrustados y fijados a la piedra por medio de plomo.
En la parte correspondiente a la cabeza del animal, entre las dos columnas delanteras, estaba adosado un yugo de madera, en donde se sujetaba la cabeza mientras se efectuaba la operación. Dos poyetes de piedra rebajados como a medio metro del suelo, servían de apoyo alternativo, a las patas delanteras de la res, con el fin de presentar la pezuña para herrar.
Como accesorios que se llevaban al potro, estaban las que pudiéramos llamar fajas o cinchas de cuero; las maromas o cuerdas gruesas con unos ganchos en sus extremos y la barra de giro del rollizo.
La colocación de la res siempre resultaba un poco laboriosa, dado que las vacas recelaban del lugar donde se las quería colocar . Se comenzaba por introducir a la vaca dentro del recinto, para acto seguido uncirla al yugo por medio de una tira de cuero o cornal. A continuación se pasaba las dos cinchas o fajas anchas por debajo de la tripa, y se tensaban por medio del rollizo giratorio, con el fin de tener al animal un poco elevado, sin posibilidad de reaccionar. Por último, se sujetaba por medio de las maromas la mano de la res y el herrero tenía la pezuña dispuesta para rebajársela por medio de una cuchilla en forma de pala con un mango para su mejor manejo, el pujavante.
Acto seguido, procedía a sujetar en la pezuña rebajada y prepara, las nuevas herraduras, clavando hacia fuera de la pezuña, con el martillo, los clavos con cabeza piramidal que se ajustaban a los huecos correspondientes en aquellas; las tenazas completaban la operación, al cortar los extremos de los clavos que sobresalían por la uña del animal. Las patas traseras ofrecían, a mi modo de ver, un poco mas de complicación pues solían levantar al animal sus patas traseras en forma alternativa y por medio de las cuerdas le colocaban en una situación que le resultaba bastante incomoda a juzgar por los mugidos con los que se quejaba. También se empleaba para curar a los animales de ciertas heridas y que se requería su inmovilidad. En Duruelo no había potro por el que sus reses iban a herrar a este de Casasola. El herrador utilizaba unas tenazas para sacar y recortar los clavos, otras para cortar el casco, el pujavante para rebajar y alisar el casco, una cuchilla para recortar los salientes alrededor de la herradura y el martillo para clavar los clavos, en definitiva: Tenazas cortacascos, tenazas de desherrar, pujavantes (60 y 65 mms) y callos para vacuno.
Desgraciadamente, con el fin de ganar espacio y ampliar el acceso a la nueva carretera hacia Duruelo, se derribó a principios de los años noventa y hoy en día, se pueden ver los restos el potro de Casasola, tirados en los alrededores del pueblo. En su día fueron labradas por mi padre en sus tiempos mozos, sabemos por tanto que se construyó durante la segunda decenio del siglo XX.
Durante siglos, estuvieron conviviendo por sus calles, hombres y ganado. Cuando todas las casas estaban ocupadas, el ajetreo de las bestias, entre barro y boñigas, entre las asustadizas gallinas que pululaban sueltas y algún que otro cerdo que se dirigía a su pocilga, era constante. Los jumentos, encallecidos, con paso cansino despidiendo su olor característico, iban dirigidos por algún mozalbete hasta el centro del pueblo, a la plaza del pilón, fuente principal y abrevadero.
Tenía y tiene el pilón tres caños, sobresaliendo de un pilar lateral, por donde salía el agua con un caudal apreciable. Debajo de cada uno de ellos unos prismas de piedra, emergentes del fondo del pilón, donde se posaban los cántaros de agua, búcaros, botijos y demás utensilios, para llenar. Cosa que se hacía por la parte posterior de los caños que era el lado mas seco para aproximarse. Solía tener ovas que le daban cierto aire de abandono. Hoy la plaza esta asfaltada, pero entonces el suelo presentaba un aspecto intransitable, mojado, lleno de excrementos y piedras irregulares sobre las que se apoyaban las pezuñas de las bestias, tropezando a veces o resbalándose mientras procedían a abrevar en la fuente, produciendo unos ruidos característicos que aún resuenan en mis oídos. Siempre estaban encharcadas sus inmediaciones del agua que rebosaba y solamente se podía acceder a él a base de ir buscando las piedras que caprichosamente sobresalían entre el aboñigal.
El pilón, hecho en piedra granítica, de sillares en rectángulo, unidos los esquinazos con sujeciones de hierro emplomadas, también fue protagonista en bastantes ocasiones del divertimento de los mozos, sobre todo en época de fiestas, pues era de cierta costumbre arrojar al mismo, a los forasteros.
Siempre entre maleza, me llamaba la atención, siempre estaba cerrada aquella puerta de madera de la casucha de piedra. Pasaba el tiempo, las hierbas se renovaban y los árboles crecieron delante y alrededor; ahora ni se veía; apenas, las viejas tejas, que con la chimenea ancha de las de lumbre baja, vestían aquel entorno con velos de misterio.
Primero fue el respeto, mas tarde nostalgia de su pasado y después la curiosidad. Aún hoy, pasado ya mucho, mucho tiempo, sentía una mezcla de todas las sensaciones por ver el interior de la antigua fragua que permanece, como siempre, cerrada a cal y canto entre la misma maleza.
Pero un día cuando pasé delante de ella, algo había cambiado, no vi la vieja y ancha chimenea y la uniformidad de las tejas se había perdido. Sus viejos maderos se habían hundido y un gran agujero se apreciaba entre el follaje.
Fui al encuentro de la entrada y sin pensarlo, tomé la herramienta apropiada, y a base de golpes, de cortes, del pisar de ortigas, de zarzales, de ramas y ramajes, de sudores, llegué a su puerta, la misma puerta cerrada que he visto toda la vida. Dos troncos de frondosos árboles tocaban su vetusta madera seca, encajada entre el pórtico de aquellos perfectos sillares, impidiendo y velando la entrada.
Pared arriba, me encaramé al tejadillo y me encontré después de tan larga espera con la vieja fragua de Casasola, del viejo pueblo abulense del valle de Amblés.
Y me quedé absorto mirando, la lumbre, humos y llamas y oyendo el ruido del soplar, del gigantesco fuelle en movimiento. Allí estaban la gubia y el punzón; la pala y las tenazas, el hurgón y el rastrillo. De la pared, pendían clavos de cabeza de campana y a lo largo de un sillar cuñas de gran variedad hechas para canteros. Cuchillos que encargaban y herraduras preparadas, para herrar, en el potro al ganado. Inspiraba profundamente, el olor de carbón quemado y oía quejidos de hierro candente, atravesando el agua embalsada.
El viejo herrero, golpeaba el mazo, abuzando la reja usada del arado, sobre el yunque, con arrugadas manos de uñas descuidadas, largas y dobladas. Enfundado en vieja y enmendada pana; su boina descolorida, pies en viejas abarcas, y la punta de un pitillo, pegado a la boca mientras hablaba, mal hecho y apagado, completaban el ambiente de la fragua.
En la vieja fragua se moldearon en hierro, a golpe de martillo sobre el yunque, además de las herraduras, rejas para los arados, trébedes, cuchillos, navajas, y tantos otros utensilios, para los vecinos del municipio.
Fue un sueño momentáneo, no hay rastro del gran fuelle de cuero y madera, ni de ningún utensilio como pudiera ser alguna piedra de afilar, ni del yunque, solamente una vieja viga, quizás de castaño, permanecía inalterable en el tiempo.
Al bajar, me apoyé en la podrida madera medio enterrada, recostada en la pared. Era la anciana puerta, la anterior a la que estaba puesta; piedras viejas, tejas rotas, y esta podrida puerta eran los únicos testigos de una verdad, que fue ayer.
FIN.
Asturquín
Lugares públicos: El potro de herrar, el pilón y la fragua
En el pueblo, cada cierto tiempo, se empleaba el herrador en cumplir con su menester, y cerca del potro desplegaba sus herramientas y herraduras de diferentes tamaños, para calzar las vacas, y otros semovientes. El hombre se cubría con una especie de mandilón de cuero, a la espera de que el animal correspondiente estuviese listo, para que no le diese problemas a la hora de colocar herraduras.
Para ello, se empleaba desde muy antiguo el potro de herrar. Este dispositivo pétreo, común en muchos pueblos de Castilla, se levantaba a las afueras del pueblo por el camino de la Iglesia, y estaba compuesto de cuatro columnas de piedra, aparentemente prismáticas, toscamente labradas, clavadas en el suelo, una en cada esquina de un imaginario rectángulo; entre cada dos de ellos, por la dimensión mas larga, a metro y medio del suelo aproximadamente, estaban colocados dos rollizos de madera. Uno de ellos, fijo, entre las dos columnas, en él estaban clavados unos ganchos de hierro. El otro, móvil, que se le hacía girar por medio de una palanca de hierro que se acoplaba a los orificios que tenía el rollizo de madera, a tal efecto, con el fin de tensar las cinchas que pasaban por el vientre del animal y que adoptara una posición que facilitara la labor del herrador. La parte superior de las columnas estaban sujetas por cuatro barras de hierro, formando rectángulo, y cuyos extremos doblados se encontraban incrustados y fijados a la piedra por medio de plomo.
En la parte correspondiente a la cabeza del animal, entre las dos columnas delanteras, estaba adosado un yugo de madera, en donde se sujetaba la cabeza mientras se efectuaba la operación. Dos poyetes de piedra rebajados como a medio metro del suelo, servían de apoyo alternativo, a las patas delanteras de la res, con el fin de presentar la pezuña para herrar.
Como accesorios que se llevaban al potro, estaban las que pudiéramos llamar fajas o cinchas de cuero; las maromas o cuerdas gruesas con unos ganchos en sus extremos y la barra de giro del rollizo.
La colocación de la res siempre resultaba un poco laboriosa, dado que las vacas recelaban del lugar donde se las quería colocar . Se comenzaba por introducir a la vaca dentro del recinto, para acto seguido uncirla al yugo por medio de una tira de cuero o cornal. A continuación se pasaba las dos cinchas o fajas anchas por debajo de la tripa, y se tensaban por medio del rollizo giratorio, con el fin de tener al animal un poco elevado, sin posibilidad de reaccionar. Por último, se sujetaba por medio de las maromas la mano de la res y el herrero tenía la pezuña dispuesta para rebajársela por medio de una cuchilla en forma de pala con un mango para su mejor manejo, el pujavante.
Acto seguido, procedía a sujetar en la pezuña rebajada y prepara, las nuevas herraduras, clavando hacia fuera de la pezuña, con el martillo, los clavos con cabeza piramidal que se ajustaban a los huecos correspondientes en aquellas; las tenazas completaban la operación, al cortar los extremos de los clavos que sobresalían por la uña del animal. Las patas traseras ofrecían, a mi modo de ver, un poco mas de complicación pues solían levantar al animal sus patas traseras en forma alternativa y por medio de las cuerdas le colocaban en una situación que le resultaba bastante incomoda a juzgar por los mugidos con los que se quejaba. También se empleaba para curar a los animales de ciertas heridas y que se requería su inmovilidad. En Duruelo no había potro por el que sus reses iban a herrar a este de Casasola. El herrador utilizaba unas tenazas para sacar y recortar los clavos, otras para cortar el casco, el pujavante para rebajar y alisar el casco, una cuchilla para recortar los salientes alrededor de la herradura y el martillo para clavar los clavos, en definitiva: Tenazas cortacascos, tenazas de desherrar, pujavantes (60 y 65 mms) y callos para vacuno.
Desgraciadamente, con el fin de ganar espacio y ampliar el acceso a la nueva carretera hacia Duruelo, se derribó a principios de los años noventa y hoy en día, se pueden ver los restos el potro de Casasola, tirados en los alrededores del pueblo. En su día fueron labradas por mi padre en sus tiempos mozos, sabemos por tanto que se construyó durante la segunda decenio del siglo XX.
Durante siglos, estuvieron conviviendo por sus calles, hombres y ganado. Cuando todas las casas estaban ocupadas, el ajetreo de las bestias, entre barro y boñigas, entre las asustadizas gallinas que pululaban sueltas y algún que otro cerdo que se dirigía a su pocilga, era constante. Los jumentos, encallecidos, con paso cansino despidiendo su olor característico, iban dirigidos por algún mozalbete hasta el centro del pueblo, a la plaza del pilón, fuente principal y abrevadero.
Tenía y tiene el pilón tres caños, sobresaliendo de un pilar lateral, por donde salía el agua con un caudal apreciable. Debajo de cada uno de ellos unos prismas de piedra, emergentes del fondo del pilón, donde se posaban los cántaros de agua, búcaros, botijos y demás utensilios, para llenar. Cosa que se hacía por la parte posterior de los caños que era el lado mas seco para aproximarse. Solía tener ovas que le daban cierto aire de abandono. Hoy la plaza esta asfaltada, pero entonces el suelo presentaba un aspecto intransitable, mojado, lleno de excrementos y piedras irregulares sobre las que se apoyaban las pezuñas de las bestias, tropezando a veces o resbalándose mientras procedían a abrevar en la fuente, produciendo unos ruidos característicos que aún resuenan en mis oídos. Siempre estaban encharcadas sus inmediaciones del agua que rebosaba y solamente se podía acceder a él a base de ir buscando las piedras que caprichosamente sobresalían entre el aboñigal.
El pilón, hecho en piedra granítica, de sillares en rectángulo, unidos los esquinazos con sujeciones de hierro emplomadas, también fue protagonista en bastantes ocasiones del divertimento de los mozos, sobre todo en época de fiestas, pues era de cierta costumbre arrojar al mismo, a los forasteros.
Siempre entre maleza, me llamaba la atención, siempre estaba cerrada aquella puerta de madera de la casucha de piedra. Pasaba el tiempo, las hierbas se renovaban y los árboles crecieron delante y alrededor; ahora ni se veía; apenas, las viejas tejas, que con la chimenea ancha de las de lumbre baja, vestían aquel entorno con velos de misterio.
Primero fue el respeto, mas tarde nostalgia de su pasado y después la curiosidad. Aún hoy, pasado ya mucho, mucho tiempo, sentía una mezcla de todas las sensaciones por ver el interior de la antigua fragua que permanece, como siempre, cerrada a cal y canto entre la misma maleza.
Pero un día cuando pasé delante de ella, algo había cambiado, no vi la vieja y ancha chimenea y la uniformidad de las tejas se había perdido. Sus viejos maderos se habían hundido y un gran agujero se apreciaba entre el follaje.
Fui al encuentro de la entrada y sin pensarlo, tomé la herramienta apropiada, y a base de golpes, de cortes, del pisar de ortigas, de zarzales, de ramas y ramajes, de sudores, llegué a su puerta, la misma puerta cerrada que he visto toda la vida. Dos troncos de frondosos árboles tocaban su vetusta madera seca, encajada entre el pórtico de aquellos perfectos sillares, impidiendo y velando la entrada.
Pared arriba, me encaramé al tejadillo y me encontré después de tan larga espera con la vieja fragua de Casasola, del viejo pueblo abulense del valle de Amblés.
Y me quedé absorto mirando, la lumbre, humos y llamas y oyendo el ruido del soplar, del gigantesco fuelle en movimiento. Allí estaban la gubia y el punzón; la pala y las tenazas, el hurgón y el rastrillo. De la pared, pendían clavos de cabeza de campana y a lo largo de un sillar cuñas de gran variedad hechas para canteros. Cuchillos que encargaban y herraduras preparadas, para herrar, en el potro al ganado. Inspiraba profundamente, el olor de carbón quemado y oía quejidos de hierro candente, atravesando el agua embalsada.
El viejo herrero, golpeaba el mazo, abuzando la reja usada del arado, sobre el yunque, con arrugadas manos de uñas descuidadas, largas y dobladas. Enfundado en vieja y enmendada pana; su boina descolorida, pies en viejas abarcas, y la punta de un pitillo, pegado a la boca mientras hablaba, mal hecho y apagado, completaban el ambiente de la fragua.
En la vieja fragua se moldearon en hierro, a golpe de martillo sobre el yunque, además de las herraduras, rejas para los arados, trébedes, cuchillos, navajas, y tantos otros utensilios, para los vecinos del municipio.
Fue un sueño momentáneo, no hay rastro del gran fuelle de cuero y madera, ni de ningún utensilio como pudiera ser alguna piedra de afilar, ni del yunque, solamente una vieja viga, quizás de castaño, permanecía inalterable en el tiempo.
Al bajar, me apoyé en la podrida madera medio enterrada, recostada en la pared. Era la anciana puerta, la anterior a la que estaba puesta; piedras viejas, tejas rotas, y esta podrida puerta eran los únicos testigos de una verdad, que fue ayer.
FIN.
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