Wednesday, November 08, 2006


LA PATRULLA ASTURIANA MIKE

Por Asturquín

En lugar preferente de mi pensamiento, guardo un bonito recuerdo y lo tengo en tal lugar porque hicieron realidad un sueño, el sueño de unos momentos vividos, al lado de aquel puñado de hombres, que hoy, a buen seguro, peinan canas.
Aquí, puede decirse muy bien que todo parecido con la realidad, no es pura casualidad, pues esta pequeña historia fue vivida, como tantas, en otros distintos lugares, pero que fue escrita por ellos mismos, con su pluma, con emoción, con su fatiga, con su cansancio y con su alegría; un reflejo de aquella generación de hombres buenos.
La felicidad en poder servir, sentimiento innato de la noble juventud, aviva la llama del buen hacer y con el paso de los años, aquel recuerdo se acrecienta; fue una sencilla marcha, una serie de jornadas compartidas.
Cuando ni se vislumbraba en el horizonte muchas de las realidades de hoy en día, que ellos forjaron en sus sueños, aquellos hombres orgullosos, enseñoreaban su nobleza por los aires asturianos. Fueron soldados, entonces recién llegados a la milicia. Los campos estaban humedecidos y enfangados en aquel tiempo, un febrerillo loco, de aquel riguroso invierno.
Corría el setenta y uno, no llovía, diluviaba, día para elevar la moral, para aquel equipo se tornaba fenomenal, los enormes goterones, hacían sentir su insistente golpeteo, mientras los chorrillos caían por delante, a la cara, de la capucha del chubasquero. Y se ponen en marcha, las mochilas van a tope con la ropa de repuesto, el cubierto, la esterilla, un jersey; para dormir el saco y en los bolsillos laterales, toda clase de utensilios para mejor vivir en los sucesivos vivaces.
Las primera calellas deslizantes, son holladas por las botas con mas peso embarradas, para alcanzar el primer punto de control en esta primera jornada. Había alegría en el grupo, se notaba un entusiasmo para llegar al final, se intuía que una buena estrella, iba a presidir la marcha a partir de aquellos momentos.
A mitad de la mañana se llega a un primer alto, el del bocadillo en el Chabolu, llamaban así al chigreru de aquel chigre, hombre septuagenario, simpático pero follonero, que como en él era habitual, se metía en borrascosas conversaciones con la concurrencia y no podía ser menos, al despedir a los componentes de la patrulla; escabrosas e inmerecidas imprecaciones, aún cariñosas, zarandajas y denuestos, que le hicieron fama y por supuesto clientela.
Se ascendían ahora las empinadas cuestas de Peón, la lluvia había cesado, asomaba algo el sol y el calor del cuerpo iba secando el traje militar que se volvía a empapar, con el sudor corporal, era lo habitual. Se empezaba a renegar de la presión de las correas, el peso de la mochila empezaba a hacerse notar, mientras se escuchaba avisando a los demás ¡aquí alambre!; para alguno era igual, ensimismados en el paisaje mas de un batacazo se dejaba escuchar y por supuesto, las risas y carcajadas.
Sudados y fatigados, no derrengados, se alcanza el alto reglamentario, el de la comida; se preparan los fuegos, se van acercando piedras para la cocina, otros van por leña y una vez realizado el condimento, con mas ilusión que experiencia, se inicia la distribución en las imprescindibles marmitas, extraídas de la mochila para tan saludable misión; algunos escapados rayos, se infiltran por entre los huecos de los blancos almohadones, dejando entrever, de tiempo en tiempo, el tan deseado techo azul, que hacían de aquel momento de quietud, roto a veces por graciosos chascarrillos, uno de aquellos inolvidables silencios.
Les digo que apaguen los fuegos y son dispersadas las piedras; se recogen desperdicios, mientras se excavan los huecos donde se introducirán los mismos, dejando aquel lugar en las mismas condiciones que se encontró al llegar. No se podía parar, la tarde se hacía corta y nuestra compañera lluvia volvió a hacer su aparición; aún debíamos llegar hasta el primer punto final de jornada y buscar alojamiento para poder descansar.
Aquel lodo engorroso, aumentando si cabe más, las remojadas botas, por las sendas encharcadas, hacia que la marcha, a pesar del buen paso, se hiciese menos liviana y la noche venía cayendo; llegó el momento del alto. Al lado de una tapia de una vieja casa de aldea, los soldados en doblando ahora sus piernas maltrechas del cansancio, van dejando sus traseros en el suelo y recostando sus mochilas en la hierba; apenas una débil luz salía de la vivienda, una de las apenas cuatro que hacían con sus tenadas, el caserío. Estaba aquella casa apropiada en el lugar, cuarto de tienda, cuarto de chigre, cuarto de hogar y de remate se podía decir el último cuato servía de “tená”.
Un equipo es nombrado para guardar y vigilar el material, y también preparar la cena; debían además buscar el acomodo más ideal para descansar en la noche, un confortable pajar. Esta norma va a seguir en las posteriores jornadas, para que el resto, con mas sosiego y menos traqueteo, hoy en el indispensable chigre, se cambiasen calcetus empapados, alrededor de la estufa de serrín.
Cuando enfrascados , o mejor dicho “encalcetinados”, andaban los hombres de la patrulla, hizo su aparición aquel famoso Hortensio, vagabundo entrado en muchos años, conocido del lugar y en busca sin duda de comprensión, de conversación o vaya usted a saber de qué. Al verlo, daba mas bien lástima que pena, se le invitó y el hombre se sentó a la mesa que sin ninguna dilación, empezó a contar batallitas con balbucientes palabras, que dejaban entrever una equivocada vida pasada. En la primera andanada, soportada con resignación cristiana, lanzó a la palestra, protagonistas y hechos de su realidad o paranoica imaginación, parte de algún remoto pasado: Su juventud, la vida licenciosa, el crimen, la prisión, la mendicidad. ¡Por Dios¡. !Que personaje!.
En aquella mesa de madera envejecida, se sentaría a cenar la patrulla, cambiados los hombres de ropa, de la mojada a la seca y aquellas, colgadas de sillas, improvisadas perchas, cerrojos y ganchos mas insospechados, al lado de la mencionada estufa, desprendiendo un olor, mezcla de aroma a cuero de botas recalentadas, calcetines y trajes sudados, hacían el marco perfecto de aquella primera noche.
Los platos, cucharas, tenedores fueron sometidos a un trabajo de transporte, a un ritmo acorde con el desgaste de los comensales: en momento tan crucial de aquella sobremesa, entró de nuevo en escena, ya entrada la noche, nuestro famoso invitado, que hora antes había abandonado el chigre. Uno de los soldados que había salido a plantar un pino, se lo encontró medio empotrado en una cercana cuneta, medio cubierto de nieve, que durante la cena había estado cayendo. Encima del hombro lo traía como si de un fardo se tratase. Quizás le salvó la vida y aquel fue un bonito gesto.
Con el nuevo día amainó la lluvia, había dejado de nevar, se disfrutaba de la marcha y ahora el camino estaba mejor; en los sucesivos caseríos, se nos recibía cordialmente, ante la alegría del paso de los componentes de aquel grupo. Llegado el mediodía, una paisana nos cedió un prado de su propiedad, donde confeccionar la comida. La buena señora agradeció nuestra presencia, vivía sola y aquella visita inesperada la sacó de la monotonía diaria. En un momento, de su despensa extrajo cuatro botellas de sidra, que la patrulla agradeció.
Un soldado andaba renqueando, esforzado por los empinados repechos, rozadura de novato, y retrasaba la marcha. Cuando en uno de aquellos altos le ayudé a quitar la bota, observé con cierta preocupación que la lesión no era de ampolla, sino de yaga algo profunda. En su mejor caminar, enseguida se apreció que la cura había hecho efecto.
Se estaba haciendo duro el camino, estaba cayendo la noche y el señalado punto final de aquella jornada, no era mas que un lugar solitario, triste y descampado. No importa, se descuelgan las mochilas, se despliegan ya las tiendas y se despliegan por el prado. Es hora ya de la ración individual, se calientan en los hornillos de campaña y se disfrutan. A pesar del abrigo el relente era fuerte, tanto que hacía temblar en las manos, las cucharas y se oía el tintinear en los botes.
Fue tanto el cansancio que llevaban ya los hombres que pronto dentro del saco, profundizan su sueño y descanso. Ni un murmullo, otra soledad distinta, rota en momentos por el toniquete de alguna ave nocturna.
Nos despierta muy temprano el que de vigilancia estaba, había de emprenderse la marcha, hacía frío y la salida del saco, no apetecía un ápice. Las tiendas estaban húmedas y el café caliente, fue la única alegría que proporcionaba aquel momento impregnado de niebla. La impresión de estar subidos en lo alto de una isla, rodeado de un mar blanco, produjo la sensación de no saber la dirección a seguir.
Echar desplegado en tierra el plano y colocada encima la brújula, nos resolvió tal situación. Los cuerpos estaban fríos y los pies no calzaban bien las botas de cuero húmedo, sin tiempo para secar. La cima de la montaña era el camino, foresta de pino altos, felechos por doquier, ramas secas caídas y las gotas del rocío que se pegaban a las perneras, sintiendo una extraña sensación, al contactar la piel con la tela humedecida.
De repente un ruido extraño, un gruñido, una enorme jabalina, hocicando, marchaba ensimismada entre el complejo matorral, dos formidable y retorcidos colmillos denotaban su peligro. Nos quedamos petrificados, quietos como estatuas, mientras el bicho pasaba impertérrito, casi pisando las botas. Unos pequeños rayones la seguían descuidados y alguno hasta topó en alguno de los hombres y sin a penas tiempo, para una fugaz reacción, se fue alejando y se perdió entre las ramas unos metros mas allá.
Aquel simpático lance sirvió de acicate para un momento de expansión, comentarios y charangas de todas clases salieron de aquel trance, mientras se avanzaba por calellas que se perdían en el bosque. La poca nieve iba desapareciendo y la neblina matutina nos va dejando, en el fondo de los valles, caseríos pintorescos, resaltando sobre la extensa alfombra verde, la rojiza arcilla de los tejados asturianos.
Iban rompiendo el ritmo las subidas y bajadas, se resentían las piernas. Los altos se respetaban para recuperar nuevas fuerzas y continuar adelante. En aquel de cuatro casas, se hallaba una tienduca, estanterías de madera donde se amontonan paquetes, todo tipo de comida mezclado con mercaderías, objetos y las mas diversas herramientas. En el centro de ellas, un viejo reloj de péndulo que se había parado en no sé que hora de un viejo día. Se avituallaron los hombres, con lo que buenamente pudieron y después de departir, con las gentes del lugar y tomar algún que otro trago de la bota, de nuevo se volvió al “camín”.
Se emprende una larga bajada, muchos valles, setos y alambradas, ¡el último que cierre!, se gritaba en forma peculiar, que pasando de uno a otro, impedían dejar abiertas las portillas al ganado. A la hora de la comida ya se sabe, igual que ayer y anteayer. Con el cansancio a la espalda, se llega ya muy tarde a otra pequeña aldea, la llamada de inmediato del ciprés, único testigo de presencia de antigua ermita, derruida. San Félix, por mas señas, que aún no siendo muy grande, si lo serían sus gentes, que tan bien nos acogieron.
Fue en el prau, donde como tantas veces se prepararía la cena, en las improvisadas y pétreas cocinas, la curiosidad de las gentes fue en aumento y estoy por apostar que ni uno sólo se quedó sin presenciar nuestras genuinas maneras, de establecer contacto con el pueblo. Por arte de birlibirloque, en perfecta formación, una hilada de botellas de sidra fueron apareciendo recostadas, muy juntas en la hierba. No había opción, en aquel pequeño chigre se preparó una pequeña juerga con las gentes del lugar y desapareció la fatiga con la sidra, con el canto y con la improvisación del vibrar de las cuerdas de la guitarra de la patrulla.
No se prolongó el momento mucho, fue lo justo, para confraternizar y vivir aquel tiempo; Una tenada preparada, aguardaba para ser el lecho perfecto de aquella jornada de esfuerzo, pero también preludio de nuevas sorpresas, pues a la mañana siguiente, aquella gente agradecida por aquellas muy buenas maneras, aguardaba se pusiera de nuevo en marcha la patrulla y eran los mas mayores los que más agradecieron que hiciéramos aquel alto en su aldea, se veía y se palpaba, aquella jornada jamás podrá ser olvidada.
Se adivinaban fuertes repechos, las mochilas aunque ya acostumbrado el cuerpo, se notaban mas pesadas. No era un regalo la subida y las distancias entre los hombres se abrían, resoplidos y bufidos se hacían habitual y no acababan nunca. En una de las aldeas, bandera de España en ristre, salieron de entre las aulas de aquel colegio, chiquillos y mas chiquillos y la maestra en un gesto cariñoso nos saludaba graciosamente.
Alto del bocadillo y de nuevo a la calella, que nos llevaría ya de noche a la parada nocturna, Aquí son de nuevo las tiendas, las que nos proporcionarían cobijo, plantadas en un pequeño recodo de un pequeño riachuelo, donde a pesar de ello las truchas se dejaban ver contra corriente, moviendo insistentemente su graciosa aleta caudal. Alguna de ellas se cogió a uñeta, cosa por demás prohibida, se hizo por aprender una lección de pesca en circunstancias adversas. Hay que ser un experto pues esta forma de pesca requiere destreza, mucho tacto y delicadeza para que no sienta la trucha que la hacen la puñeta.
Unos cantos asturianos con la guitarra en mano, alrededor de un fuego de campamento, sirvió de colofón para aquella mas que refrescante noche. Noche mas fría de lo esperado, la hora de levantarse se hizo más penosa que de costumbre; sabiendo que esperaba mucho por delante, no quedaba mas remedio que emprender la marcha cuanto antes. Así que después de efectuar las labores pertinentes de apagar fuegos, dispersar las piedras y limpiar la zona, de nuevo la patrulla empezó a caminar.
Las piernas, los hombros, los pulmones y el corazón, acusaban el esfuerzo. Empezaban a declinar las bromas, las risas y tampoco las frase graciosas hacían acto de presencia. La subida era larga, por un camino deslizante y escurridizo, se apretaban las manos asiendo las correas del atalaje y mirando a los pies, no se podía pensar en nada mas que en oír el ritmo de la respiración; no mirar hacia arriba era la consigan, subir, marchar, subir andar, sufrir: ¡Eureka!, al final la cumbre y su caserío.
Quedaban kilómetros de recorrido y el pueblo donde debíamos recogernos, se divisaba ya en el llano, hacia el Oriente. Repicaban las campanas de la aldea y era a muerto. La patrulla vio venir de frente el cortejo fúnebre, el féretro era transportado a hombros hacia el cementerio, Todos eran paisanos de aquellos lugares, pero no eran muchos, caminaban en un sobrecogedor silencio. Dispuse que los hombres se colocaran en fila, al lado del camino embarrado y en el momento de su paso por delante, nos colocamos en una posición de respeto, al tiempo que saludaba los restos del cuerpo camino de su última morada.
El lugar que se eligió para pasar aquella noche, un edificio en construcción, utilizado por los lugareños como cuadra en la parte inferior y pajar en la superior. Tenía por acceso a la parte alta, un estrecho hueco en el suelo, que se cubría de paja, mientras que al exterior una escalera desvencijada y movible, iba ser motivo de algún que otro problemilla a la hora de tomar el saco.
Aquel agujero escondido entre la paja, estuvo a punto de traer un disgusto; uno de los hombres tuvo la mala suerte de pisar aquella parte de hierba y de no ser por la inmediata reacción de otros, hubiera caído irremediablemente al piso inferior, donde las vacas estabuladas, rumiaban su alimento; la altura era considerable. De aquella estuvimos al cuidado de un compañero, que venía aquejado de un buen resfriado y que no quería que se le evacuase, consiguiendo su objetivo de compartir la n marcha hasta el final, espero que te acuerdes Dago.
Aquella nueva mañana, la patrulla aprovechó un abrevadero que había en medio de un prado, para realizar el aseo correspondiente. El teniente se había presentado, nos acompañó de mañana y esto es todo, seguimos marchando algunos días mas, conociendo aquellas entrañables gentes asturianas, aquellos maravillosos paisajes, no fue más, sería reiterativo seguir contando cosas tan sencillas, cosas tan normales, cosas tan sinceras.
Después de aquella, íbamos cada uno a su casa, todos muy satisfechos de haber conseguido, durante aquellas jornadas de endurecimiento, lo que vamos buscando en definitiva por la vida, compartir por igual trabajo, descanso, tristezas y alegrías. Sabíamos que atrás dejábamos lo efímero y quedaba lo fundamental, la huella del buen hacer, a sabiendas que habíamos dejado un buen recuerdo entre las gentes.
Plasmados sus sentimientos en aquel informe post - acción, reflejaron aquellos hombres, componentes de la patrulla “Mike”, entre otras cosas: Cuesta ¡Cómo lo pasamos!. ¡Ójala siempre fuera así!. Solis; De Inocencio la sorpresa de la unidad entre los componentes de la patrulla, Braga por su parte se expresaba que fue una fabulosa manera de conocer el paisaje y la gente asturiana y de llegar a los compañeros; Bastián dejó escrito ¡Como se vive! Y otro tanto decía Paco.
Así es como nos llegamos a conocer, aclaraba Blanco, mientras Bulte decía fenomenal; para Cueto bucólico, le pareció atado a invisibles ataduras y para Dago los amigos ganados. Así se puede ir a cualquier parte fue la impresión de Bardales y así sucesivamente uno tras otro, de forma similar, plasmaron su opinión. Ramón decía que fue una prueba de convivencia y de compañerismo y Osorio que el mal estar físico era superado por la satisfacción moral.
Mi satisfacción fue al conocer que había sido un compañero más. Había sido una enseñanza feliz para todos, y estoy seguro que en el recuerdo de todos y cada uno de los componentes, aunque sea fugazmente, hallan traído un alivio. Tal sensación me produce hoy en día, cuando leo la marcha de endurecimiento de la Patrulla Mike. FIN

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